Cordobesa, de los pies a la cabesa
El otro día acudí a un badulaque, a una tienda de esas que “tienen de todo”, a un bazar, a un “chino”.
Buscaba unos ceniceros cerámicos de esos a los que puedes ponerles agua y tienen un agujerito. Quitan un poco el olor a tabaco en el salón de casa cuando veo películas sin anuncios en la tele pública.
Sí; voy a morir. Soy fumador. Me lo recuerdan cada vez que pago mis impuestos. La muerte y el capitalismo, ese binomio.
En fin; a lo que iba: entré en el bazar buscando los ceniceros, llevaba un libro en la mano, la última novela de Carlos Pardo. Me atiende una niña de once o doce años, me pregunta qué busco, le digo “ceniceros” y me acompaña al pasillo adecuado.
“Ahí están”. Hay uno serigrafiado con los colores del Barça, lo compro. La niña me dice que ella es también del Barça porque sus jugadores son los mejores y los más guapos. Yo le doy la razón, obviamente, porque todo lo que ha dicho es cierto.
Mira el libro que llevo en la mano y pregunta “¿qué lees?”. “Un libro que ha escrito un amigo”, le contesté. “¿Y de qué va?”, “de la amistad y esas cosas”.
“Ah; a mí también me gusta leer”. Creo que su voz cantarina tiene acento cordobés. O sureño, o algo así.
La niña, con cara redonda y ojos rasgados es la compañera de cole de mi hijo y, por las tardes, juega a que trabaja en la tienda de sus padres. Es de mi barrio.
Tengo un cenicero azulgrana de puta madre.
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