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Por (y para) el barrio

Juan José Fernández Palomo

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“En un mundo donde los gintonics se convierten en una pecera llena de trocitos y cositas espolvoreadas y esencias frotadas en el cristal y tal; y les laman premium y puedes con ellos limpiar las ventanas y olvidar que una vez hubo ginebra ahí y un poco de agua tónica con su quinina para espantar la malaria y tal... En ese momento, el gintonic perdió su sentido y el Imperio se tambaleó. Y sucumbió.

Adiós, Metrópoli; Hola, Colonia; que ahora soy soberana“.

Así explica mi amigo del barrio el cambio de los tiempos. Puede llevar razón.

Mis amigos y yo somos del barrio aunque la mayoría no vivamos ya en él. El barrio es la infancia, juegos en las aceras, pedradas en las esquinas, primeros besos -y más- a la sombra de los portales, evitar la luz de la farola, aprovecharla si conviene, robar las chuches, masticarlas, escupirlas... y crecer. La mitificación del barrio, aprender, aprehender.

Yo ya sabía que en mi barrio habían cerrado la mercería, la papelería, la bodeguilla de las litronas y varios bares.

Sé que los habitantes del barrio envejecen, que los jóvenes se van, que la demografía es una ciencia exacta y que la sociología quiere ser ciencia ficción.

Vuelvo al barrio. Doblo sus esquinas conocidas, recuerdo las ausencias, celebro las escasas presencias que quedan; me fijo en un local que hace esquina, recién abierto: “Pompas Fúnebres La Aurora”. La verdad, tiene sentido: el barrio está al lado de dos hospitales.

Creo recordar que en esa misma esquina estaba el bar donde yo me tomé el primer gintonic sin limón ni nada. Y barato. Y muy raro al llevarme el vaso a los labios: amargo.

Adiós al niño; hola tú.

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