¡Ro-bo, robo!
Pues muy bien. Hace unos días recibí la factura de la luz y sólo tengo dos opciones para alcanzar a comprender su cuantía: o bien cuando salgo de mi casa alguien enciende las luces de la puerta del ferial de Sevilla, Málaga y Córdoba juntas enganchándose a la red de mi minihogar, o los Diminutos existen y se dedican a poner en marcha mis tres aparatos eléctricos en modo non-stop.
Vamos, no me jodan. Paso menos tiempo en mi casa el que se fue a por tabaco y me esfuerzo por pasar horas en los bares para ahorrar en electricidad (es por eso mamá, ya te lo he explicado). Que digo yo que si van a cobrarme la puta vida al menos podrían venir los de Ibertrola a hacerme la lavadora o el tupper para comer. Un poco de colaboración hombre ya.
Total, que ahora en lo que gasto es en malditas velas y parece que vivo en misa sin ser yo nada de eso. Lo bueno es que puedo cantar en loop “Gozo en el alma, ¡grande!” y estoy desarrollando súper poderes para ver en la oscuridad. Estoy en ello, aún me hostio lo mío no os creáis.
Robos, algo que se estila mucho. Y no voy a hablar de las dedicaciones de mujer de mala vida que debían tener las madres de los cracks de Hacienda ni adjetivar a la señora Mato, Urdangarín, Blesa (por favor, que alguien confiese que le ocurre como a mi y piensa en esto cuando escucha su nombre, como cuando tu mente visualiza esto al hablar de memoria RAM. Gracias. Os quiero) o al resto de esa peña infinita a la que quizás, no sé, podríamos iluminarles los coches con antorchas para comentarles lo del problemilla del precio de la luz, y ya hablar de otras cosas. Insisto, no sé.
No quiero montar un DRAMA pero nos hurtan mortalmente y el robo forma parte de nuestras vidas. De siempre.
Será cosa de la influencia de 'Sólo en Casa' –1 y 2, que aún no me decido por cuál es mejor oigan– en mi desarrollo como individua, pero cuando era pequeña recuerdo localizar siempre una cabina para poder llamar a mi casa cuando nos íbamos de vacaciones por miedo a los ladrones. Pensaba dos opciones: 1. Si lo cogen, a ver cómo le digo a mis padres que los cacos han entrado y se están llevando, claramente, mis Playmobil; o 2. Si me salta un mensaje de Telefónica de que el número al que llamo está fuera de servicio, definitivamente ha ardido la casa. Así de peliculera era yo, ya veis.
De adolescente parece que desarrollé una vena totalmente contraria a este miedo y recuerdo mofarme permanentemente con mis amigas de la posibilidad de que nos robasen. El mismo ritmo que el tradicional cántico de “be-be, ¡bebé!” nos servía igualmente para amenizar los momentos en los que de pronto veíamos que nos habían quitado algo en un descuido. Daba igual que fuese una sudadera, la cartera o el abono transportes. Qué risas con el “¡Robo, ro-bo!”. Como cuando a aquella amiga le quitaron todo en la piscina, menos las chanclas. Todo un detalle.
Se ve que no teníamos demasiado miedo a perder cosas materiales (en mi caso, está claro que así sigo pues la semana pasada decidí tirar en un descuido a Yomi –mi móvil, que me gusta que tengan nombre los objetos majos– a una papelera. Hasta nunca. Igual siguen los del Tedax acordonando la zona por mis llamadas a la basura. Ya lo siento leches) o un humor negro de cojones, que también puede ser.
Pero la realidad es que los robos no suelen tener ni puta gracia. No es que esté obsesionada con los telefilmes, pero la verdad es que las pelis de sobremesa saben retratar el daño real –con interpretaciones siempre sublimes– de muchos tipos de hurtos: hijos en el parque, robos de identidad de un estado a otro, maridos de otras a los que drogan para enamorarles, maletas iguales que las suyas para después encontrarse con los calzoncillos de Jason y terminar en tema cuando quedan para hacer el intercambio... uhhhh. Si es que son lo más.
Yo soy negada para robar. Me pongo en modo tomatito ontomatito on y joder, más que una goma de pelo parece que me haya hecho con el arsenal monetario de la caja fuerte de Caja Mandril. Ah no, que de ahí ya se lo han ido llevando todo. Pero les reponemos otra vez no pasa nada. Ah, sí pasa. Quemar.
Hurtos de ideas y/o chistes. Yo no sé por qué pero son de los que peor sientan. Que te sientes desnudo y humillado cuando ves como otro ser lo peta con tu bromaca que nadie había pillado antes. Ahora sí ¿no? Ahora sí. En esta misma línea, ¿qué me decís de los robos de anécdotas? ¿Perdona? ¡Si tú no estabas ahí! La gente es la crema.
Cuando te roban el corazón. Oins, qué poético. Claro que cuéntaselo a alguien que se haya visto implicado en un rollo de robo de órganos, a ver si le saca la nota romántica.
De esto tenemos que hablar ya en serio porque hay una red mundial de robo de mecheros. Que yo entiendo que os lo paséis pipa, pero es que algunos sólo contribuimos a la cadena comprando lumbre y no nos sentimos tan plenos. Simpáticos.
De los peores son el robo de tiempo así como el de espacio vital. Más aún si unen sus fuerzas cuando vas a hacer la compra a El Día. BASTA.
Robocop. Que vale que era por lo de robot, pero por qué no podríamos hacer una versión con una máquina de robar, como las expendedoras callejeras –Esto..., que aún tienen ahí presas Cherry Cokes por el amor de dios, si podrían poner pegatinas de los productos y seguiríamos echando monedas como si no hubiese un mañana, ¿qué coño nos pasa?– pero así con carica y brazos.
Espera. Ya de paso podía robar a los ricos a lo Roboin-Hood. No paro de crear.
Genial, ahora a rascar cerumen de vela del suelo en medio de la oscuridad.
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