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Un western como los de antes

Luis García

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Si no existieran los títulos de crédito en Blackthorn, o desconociera la nacionalidad de sus creadores, podría afirmar sin margen de equivocación que esta película desprende el inconfundible aroma del mejor cine norteamericano, una temática, unas sensaciones, unos personajes y una forma de narrar con el sello de una tradición gloriosa, esa narrativa en la que todo resulta apasionante y veraz, sugerente e intenso, complejo y magnético. Adopta la estética y la geografía del western, un universo peligroso y de probable de impostura y cochambrez cuando los que se acercan a él no están familiarizados con las claves de un género irrenunciablemente estadounidense. Hablo del western serio, no de aquellas populares y ralentizadas estupideces que se rodaban en Almería hace cincuenta años. Y desde luego que no es necesario que el paisaje tenga que desarrollarse para ser creíble en Texas, Nuevo México, Arizona o Monument Valley. Basta que contenga su genuino espíritu, sus reconocibles ética y estética.

Blackthorn, por ejemplo, se desarrolla en Bolivia en los años veinte. Ni el escenario ni la época corresponden a la idea que se tiene del western clásico, pero todo lo que vemos, oímos e intuimos lleva las características y la iconografía de los espacios abiertos, de jinetes en la tormenta o en la placidez de la espesura, de la violencia vocacional o inevitable, de gente curtida y cansada intentando sobrevivir, de amaneceres y crepúsculos, de persecuciones a través de montañas y desiertos de sal, de despedidas provisionales y definitivas, de saloons en los que se bebe hasta el desmayo absenta local en vez de whisky y en los que puede estallar la ira en cualquier momento, de soledades alrededor de una hoguera nocturna en las que sobriamente aparece la melancolía y la dolorosa evocación del pasado, de villanos aparentes y villanos reales, de seres al margen de la ley que mantienen códigos intransferibles por los que deben pagar un precio muy alto.

Esta historia que retrata sin aspavientos ni énfasis ni impostura el ocaso, pero también el recuerdo de épocas vitalistas y plenas cuando se presiente la llegada de la definitiva oscuridad, fue escrita por Miguel Barros, un guionista español del que no tenía absolutamente ninguna noticia pero en cuya personalidad cinéfila descubro que ha mamado con inteligencia, lucidez y admiración del mundo del extraordinario Sam Peckinpah, de ese artista bronco y lírico que habló mejor que nadie de la violencia del crepúsculo, de seres duros llenos de cicatrices externas e internas, sin futuro, que no se llevan bien con los nuevos tiempos ni con ellos mismos, que son expertos en supervivencia y que pueden desatar el infierno y abrasarse en él en nombre de una moral y unos principios que no se rigen por lo establecido. Y la dirige Mateo Gil, ese enigmático señor cuyo mayor crédito artístico era el de ser coguionista de casi todas las películas del sobrevalorado Alejandro Amenábar, de haber colaborado con sus ideas y con su escritura en un cine ajeno y de permanente éxito comercial y crítico. También había dirigido una supuesta intriga con vocación de negrura ambientada en la Semana Santa sevillana cuyo existencialista título era Nadie conoce a nadie y de la que me cuesta trabajo recordar algo salvo que me aburrí bastante al verla. Sospecho que me ocurrirá lo contrario con la hermosa Blackthorn, filme que contemplé maravillado por primera vez hace dos años y cuyo recuerdo, centrado en la vejez y la clandestinidad de un hombre que decidió que viviría sin excesivos sobresaltos el resto de su accidentada vida sólo si sus eternos perseguidores se convencían de que estaba muerto, sigue vívido en mi memoria.

Este hombre no es otro que el legendario atracador Butch Cassidy, perseguido junto a su colega Sundance Kid hasta el fin del mundo por la implacable Agencia Pinkerton, tantas veces ridiculizada por ellos. Ambos fueron anteriormente inmortalizados en la pantalla por dos monstruos como Paul Newman y Robert Redford en la inolvidable Dos hombres y un destino. Parece que les acompañaba una mujer decidida y enamorada de ambos que un día se largó porque esperaba un hijo de alguno de ellos y porque no quería ser testigo de sus muertes. En la película de Mateo Gil el invierno ha llegado para Butch Cassidy, y aunque esté contento con su anonimato y su soledad, los recuerdos cada vez le pesan más. Es la hora de partir. Se lo impedirá alguien que no es lo que parece y las circunstancias que lo sitúan al límite y en las que tendrá que tomar partido. Con su conciencia, su irrenunciable sentido de la justicia, del bien y del mal, de la autenticidad y la impostura, de la lealtad y la traición.

El director maneja extraordinariamente todos los momentos de la que sin duda es su película. Lo que cuenta y la forma en que lo cuenta posee cuerpo y alma. El campo hipnótico, la sutileza, la personalidad, la sabiduría y la presencia de Sam Shepard hacen el resto. Y hasta el normalmente insulso y vacuo Eduardo Noriega aguanta notablemente el tipo haciendo de sparring en un reto tan desigual.

Blackthorn sigue siendo la mejor sorpresa que me ha dado en mucho tiempo el cine español. Y ya puestos, el cine a secas.

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