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Más allá del miedo

Luis García

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El silencio de los corderos. Un hilo de seda alrededor del cuello. Una cuchilla que roza el ojo. El cañón de una pistola entre los dientes. El silencio de los corderos. El borde del precipicio y el ventanal. El gancho de un carnicero en la ingle. El frío que circula por dentro y el sudor por fuera. El silencio de los corderos. Situaciones que actúan sobre la normalidad del organismo de tal forma que no se venden en las farmacias ni con receta, que son a la adrenalina lo que la levadura a una magdalena. Anoche, después de tantas revisiones, volví a comprobar que la obra de Jonathan Demme sigue profiriendo trallazos que destrozan al espectador con la visión de lo más fuerte, más inteligente y mejor hecho que he visto en muchos años.

La película se acerca al límite de lo que una pantalla de televisión de una habitación de hotel puede envolver a alguien sentado a dos metros más para allá. La historia es irrepetible. Los personajes lo son también, al menos uno, Hannibal Lecter, un diablo de modales exquisitos y una inteligencia sólo comparable a su refinado sentido de la ironía. Demme, en un prodigio de ritmo, encadena escenas elevándolas hasta el cielo, las coloca, las alterna, las pone y las quita magistralmente con el propósito de que el corazón no estalle; no deje de bombear, pero no estalle. Hambre de verla toda, eso es lo que produce esta película que habla de lo sutil, lo demoníaco, lo extraordinario, la locura, el miedo y el silencio de los corderos ante la muerte, inmóviles a la esperanza del mazazo.

Todo es posible gracias al soberbio material literario de Thomas Harris, a la estupenda dirección del autor del maravilloso retrato Stop Making Sense y porque Jodie Foster y, sobre todo, Anthony Hopkins cuelan sus personajes en el fondo del alma del espectador. Ella hace simplemente el mejor trabajo de su carrera. Él hace mucho más: explica toda la complejidad del personaje en plano corto con un arte de difícil comprensión, el que le hace romper y recomponer la membrana del bien y del mal, ya con la ternura del gesto cariñoso de un dedo que roza la mano de ella, ya con las fauces enrojecidas por la sangre de sus víctimas.

Déjense la mesa llena de papeles, el coche mal aparcado, la colada por hacer, a los niños sin cenar... lo que sea, pero no dejen la ocasión de verla.

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