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Intocable

Luis García

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Aseguran que él lo inventó todo, que puso en práctica intuiciones visuales y auditivas que marcaron el camino a los demás, que la profundidad de campo y los grandes angulares le pertenecen (parece que se olvidan de Stroheim), que rompió con descaro la timidez o la comodidad de un medio con peligro de arterioesclerosis, que impulsó a los niños a jugar con el juguete más caro del mundo sin temor a romperlo. Cierto, pero inexacto.

Ciudadano Kane está marcada por el molesto halo de lo intocable, lo sagrado, lo reverencial, lo trascendente. Cada vez que una serie de momias se reúnen para hacer listas sobre los títulos más importantes de la historia del cine, ocupa inevitablemente el primer lugar.

También es referencia obligada de académicos, de profanos  petulantes empeñados en ser cultos, de asiduos a esa actividad tan educativa, tan ridícula, consistente en analizar los valores internos y externos después de la proyección, de los que tienen muy clara la raya divisoria entre lo “artístico” y lo banal, el tema serio y el inútil divertimento, los que piensan que el mensaje humanista de un genio como Chaplin debe encabezar cualquier enciclopedia pero que únicamente ven a Groucho Marx como un payaso simpático e intrascendentemente loco; los que babean con todos los movimientos cinematográficos que acaban en -ismo pero son incapaces de disfrutar con unas imágenes aceptadas mayoritariamente o de las que no posean referencias cultuistas.

Si nos olvidamos del mausoleo y la reverencia, el huroneo y el análisis cansino, Ciudadano Kane permanece como una historia compleja y poderosa, un fascinante retrato del poder y sus límites, una biografía llena de inteligencia sobre la ambición como resultado de la carencia afectiva, de la formación de un imperio y el tributo sensitivo que hay que pagar por él, de la manipulación de las grandes verdades, de la prepotencia y su fragilidad, de la traición a la amistad y a las convicciones iniciales, de la terrible soledad, de la vejez y la comprobación patética de que la opulencia no sirve para ahuyentar a la muerte, para comprar el verdadero amor, de la cicatrices y las renuncias, de las pérdidas, de ese trineo de infancia irrecuperable, del enigmático “Rosebud”... y de esa pureza añorada y jamás reencontrada.

Después comprenderíamos el lado demoníaco y moribundo de Hank Kuinlan y su ciudad fronteriza; la actitud orgullosa, arrogante y fatua de George Minifer Amberson; el laberinto de espejos que nos haría penetrar en el corazón  del aberrante engaño y la cercanía de la locura; las alcantarillas de Viena y las conversación de dos amigos en la noria de una ciudad dividida y, por supuesto, el sombrío y suntuoso final de Kane.

Dicen que ese monstruo murió apaciblemente en la cama. No me lo creo. Seguramente la palmó de indigestión, de aburrimiento, de desesperación o de asco.

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