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Huracán

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Luis García

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Tuve noticia por primera vez de la existencia de un fulano llamado Rubin Carter gracias a la voz de un desconcertante artista que me repetía gangosa y vibrantemente “… encarcelaron al inocente Huracán y le impidieron ser campeón del mundo, mientras que los verdaderos culpables toman martinis y contemplan el atardecer”. El reivindicativo juglar se llamaba Robert Zimmerman, eterno defensor de tanta causa perdida, cronista y bálsamo de corazones rotos y perpetuas batallas entre la realidad y el deseo.

Años más tarde se revisaba por tercera vez la sentencia que había decretado cadena perpetua para los crímenes que jamás cometió Huracán, se demostraba finalmente su absoluta inocencia, quedaba libre después de que la abyecta ley, ese invento entonces y ahora al servicio de los poderosos, hubiera jodido tres cuartas partes de su existencia encarcelándolo, intentando destruir al rebelde, cebándose y utilizando como chivo expiatorio al negrito rebelde y contestatario. A veces, las historias perdurablemente trágicas acaban con un final feliz y el cine pudo contar la biografía de un hombre que ya está libre y absuelto de todo delito, aunque ni Dios podrá reparar el devastador castigo que le hicieron pagar por los asesinatos que no cometió.

Huracán Carter, dirigida previsible y ejemplarmente por el honesto Norman Jewison, abarrotada por investigaciones y datos más que fiables, bien narrada y mejor interpretada por Denzel Washington, tal vez pertenezca al muy sobado género de “santos” que tanto provecho ha sacado en las taquillas las productoras de Hollywood desde tiempos inmemoriales, pero no tengo ningún tipo de prejuicio contra este tipo de cine si consigue introducirme dentro de él, incluso emocionarme en algunos momentos a lo largo de dos peligrosas horas y media.

Jewison describe la niñez, la juventud y la madurez de un ser humano prematuramente acorralado que concentró su supervivencia en el odio y en la potencia que éste proporcionaría a su oficio de boxeador, consciente de que el poder blanco sólo le permitiría sobrevivir si alcanzaba la intocable posición de estrella del ring. Bueno, si Rubin Carter hubiera constatado la trampa que le prepararon a la bestia Tyson, tal vez habría comprendido que ni aun siendo ganador nato el Sistema perdonaría a un paria que lleva con orgullo y seguridad la corona de emperador.

Rubin Carter fue condenado con tan sólo nueve años a una atroz estancia de diez en un correccional por defenderse y apuñalar a un poderoso pederasta blanco que intentó abusar de uno de sus amigos. Disfrutó en un período breve de su juventud del amor, del poder y de la gloria al noquear a todo el que se le puso por delante en un cuadrilátero, pero finalmente le robaron el título de campeón del mundo.

Este tipo, genética y racionalmente contestatario, se atrevió a  expresar en público las putadas cotidianas que sufría su raza en los ’60, y poco después fue acusado y condenado, ocultando y manipulando para ello las pruebas que demostraban su inocencia, por asesinar a tres indefensas personas de piel blanca en un bar. A partir de ahí, se inicia la parte más conmovedora de esta lacerante historia describiendo cómo el joven Huracán se reeduca en la cárcel, acepta los castigos sin agachar la cabeza, estudia y lee incansablemente, se niega a la autocompasión, sigue gritando y manifestando su inocencia y acaba entablando una emotiva y preciosa relación epistolar con un chaval negro destinado a formar parte del mismo gueto que su admirado maestro, y entre el crío y los liberales blancos de clase media que lo han adoptado consiguen que se revise nuevamente la sentencia contra el ya otoñal, cansado, sabio, digno, cultivado, lúcido y tenaz ex boxeador.

La amistad entre el viejo y el adolescente está tan bien descrita por Jewison que logra la absoluta implicación en ella de cualquier espectador medianamente sensible. Existen concesiones sentimentales en la película, claro está. No es una obra maestra, no es Toro Salvaje, pero sí posee veracidad, fortaleza, ternura, capacidad de comunicación, narrativa fluida y varias interpretaciones soberbias. Había que  hacerla, la sociedad y el cine debían a este eternamente apaleado hombre la crónica objetiva de las barbaries que el Poder cometió sobre su inocencia, su desamparo y su representatividad.

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