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Flamenco

Luis García

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En una nueva noche de insomnio pensaba anoche, delante de mi maravilloso mando a distancia atestado de canales de cine de pago, en la profunda admiración que siento ante ese selecto grupo de personas que viven en la seguridad de que nada de lo humano les es ajeno. Y aún más la de aquellos que saben disfrutar de la totalidad de las bellas artes, de esas cosas que siempre regalan algo que es bueno para el alma, que colma los sentidos, que potencia sensaciones que no suelen aparecer en la vida cotidiana. Por mi parte, jamás necesité guías ni recomendaciones en esas tempranas épocas de la existencia que te descubren amores imperecederos para saber que el cine me hipnotizaría siempre, al igual que el infinito universo que contiene los libros o el gozoso estado sensorial que te provocan determinados acontecimientos deportivos.

Pero esforzándome con anhelo y humildad por encontrar placer, conocimiento, claves y sentimientos en determinadas artes que conmueven a muchas personas a las que quiero y respeto,  he constatado después de numerosos intentos que mi sensibilidad y mi cerebro son incapaces de captar su misterio y disfrutar de sus esencias. Me ha ocurrido siempre con el teatro. No pillo la grandeza ni la emoción del ballet y de la ópera. No vibro con el gemido, la alegría y pellizco del flamenco. A estas alturas de mi vida ya he desistido de comprender y saborear esa belleza. Solo queda tiempo, esa cosa tan fugaz y tan destructora, para dedicarlo a lo que tengo claro que me hace feliz. Ningún afán por los experimentos. Y eso sí, una envidia resignada hacia los que saben de todo y llegan al éxtasis en las infinitas formas de arte.

Aclaro mis limitaciones culturales a la hora de no poder juzgar el contenido de lo que estaba contemplando ayer a las cinco de la mañana, Flamenco, ya que no sé distinguir una seguiriya de una soleá, una bulería de un taranto. A lo más que llego es a percibir el virtuosismo o la belleza que pueden desprender la guitarra de Paco de Lucía o el piano de Diego Amador. También el escalofrío que provoca el desgarro y el magnetismo de voces como la de Miguel Poveda o Carmen Linares. Pero mi ignorancia ante lo que estaba escuchando invalida esa cosa tan enfática denominada sentido crítico.

Lo que sí puedo valorar es lo que contemplé anoche a tan intempestivas horas, y todo me resultó modélico y brillante en la forma de transmitir el espectáculo. A excepción de La caza y ¡Ay, Carmela!, jamás he logrado la menor empatía con las prestigiosas ficciones de Carlos Saura. Pero reconozco que cuando este melómano de Huesca utiliza su cámara  para retratar el espíritu y la expresividad del flamenco, el tango, el fado, las sevillanas, las pasiones bailables que describen Carmen y El amor brujo, la estética visual que crea es poderosa, el lenguaje desprende intensidad y elegancia, los decorados están elegidos con mimo, la fotografía (y el término no es peyorativo, pero es que existen directores que reclaman otra categoría artística para definir su trabajo) de Vittorio Storaro y su perdurable complicidad con Saura resultan deslumbrantes. El medio es de verdadero lujo para transmitir el mensaje de las grandes figuras del flamenco.

Imagino que ningún aficionado al género puede hacer reproches a la forma expresiva que utiliza el director. Quiero pensar que sentirán idéntica plenitud y emoción a la que yo siento escuchando  bandas sonoras de películas como La misión o Río bravo. En mi caso, también una perdurable fascinación.

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