Espías como los de antes
Un señor con inequívoca pinta de intelectual, subrayada porque además fumaba en pipa, rasgo asociado a la meditación sobre las personas y las cosas (el libertino Simenon, tan filósofo y tan humano él retratando pasiones terrenales, también lo asocio a la pipa en su imagen pública) llamado Joseph L. Mankiewicz, dedicó su existencialista talento, su conocimiento de todos los recovecos y de las trampas del alma humana, su habilidad para crear villanos memorables, a ese cine tan turbio protagonizado por el universo del espionaje. Habiendo conocido a tantos imbéciles que creían que ese distinguido ritual nicotínico añadía morbo a su imposible imagen, siento cierto respeto por los que siempre han fumado en pipa con estilo, con naturalidad.
La mejor película del género de espías que he visto nunca la firma Mankievicz. Se titula Operación Cicerón, y cuenta la historia de un cínico especializado en vender misterios tan asombrosos a los nazis que no se los creen, pero en posesión de una zona vulnerable: estar enamorado de la aristócrata de la que fue criado. O sea, lo de siempre, esa lucha de clases en la que siempre acabará perdiendo el inteligente pringado que, como Gatsby, creía que el semáforo de la vida y el futuro estaba en verde.
Hay unas cuantas películas de espías sublimes. Casi todas en blanco y negro. Martin Ritt, ese creador extraordinario, complejo, siempre turbador aunque su compromiso y su militancia en el izquierdismo estadounidense fuera lógicamente radical, interpretó en imágenes mejor que nadie la atmósfera y el sonido de la gran mentira, la manipulación emocional, las mezquindades de un juego siniestro entre capitalismo y comunismo. Alec Leamas dejándose matar en el Muro de Berlín, harto de profanar la honradez y la inocencia, renegando de ser un muñeco útil, permanece en mi imaginario como uno de los grandes momentos de la historia del cine. También es magnífico el desconcierto, el acorralamiento, la sensación de que ya no entiende nada aunque sabe que lo van a matar, del personaje que interpreta Robert Redford en Los tres días del Cóndor. Relacionar a James Bond con el espionaje es rebajar el nivel trágico de esta actividad fronteriza a límites pueriles.
Siguen haciéndose películas de espías. La saga del amnésico y atormentado Jason Bourne es extraordinaria, es ritmo, tensión y sentido crítico. ¿Y qué relación tiene con el espionaje Caza al espía, la película que contemplé hace un par de días después de ver a mi equipo darse un paseo muniqués? Toda. Cuenta un caso real, el de una señora de la CIA que delata su turbia condición porque su marido ha descubierto cosas muy peligrosas sobre las razones para invadir Irak. Un par de días después no recuerdo casi nada, aparte de las buenas intenciones. Y eso que la interpretan Naomi Watts y Sean Penn. El espionaje, el de antes, para mi siempre será más apasionante que el que propone el sotisficado ciberespionaje, Internet y todo eso. Milito por ánimo y condición en la imprenta y en las brumas matinales de una ciudad limítrofe en la dividida Alemania. A la lucidez trágica de aquel irrecuperable Le Carré que inventó el Circus, a ese mundo anacrónico, sombrío, a veces lírico que nunca podrá pertenecer a los ordenadores y a los asquerosos y groseramente millonarios inventores de la red social.
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