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Cine de autor

Luis García

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Hace poco discutía con un amigo sobre la verdadera autoría de una película, sobre si se podría asegurar que el fondo y la forma del contenido de un filme pertenece al imaginario del director. Automáticamente saltó a mi memoria el ejemplo de Alejandro González Iñárritu y su última cinta, Biutiful.

Todo su cine, independientemente de los escenarios geográficos y los ambientes que trate en sus historias, está centrado en el sufrimiento extremo, el fatalismo, la catarsis y los intentos de expiación. Nunca sabremos lo que pertenecía dentro de cada uno de esos guiones de memorable e ilimitada estructura a Guillermo Arriaga y a él, pero es evidente que la inmensa sociedad literaria que formaron esos dos espléndidos retratistas de las convulsión y del dolor encontró las imágenes, la atmósfera, la intensidad y la estética que necesitaban en las extraordinarias Amores perros, 21 gramos y Babel. En mi caso, también una absoluta empatía emocional con sensaciones, personajes y situaciones que supuestamente me quedan muy lejos, desde un existencialista asesino a sueldo mejicano a un testigo de Jehová con abrumador sentido de culpa por haber huido después de matar accidentalmente con su coche a un padre y a sus dos hijas. Desde una sordomuda adolescente de Tokio hambrienta de amor a los críos del altiplano marroquí que jugando con un arma desatan una tragedia.

Existía una capacidad notable en esas narraciones paralelas sobre la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, la esperanza y la desolación, para remover la cabeza, las tripas y la sensibilidad del receptor, para conmoverle con las desdichas, el desgarro y la redención de gente castigada por el azar y por las enfermedades del cuerpo y del alma.

En Biutiful, por primera vez Iñárritu voló solo, o mejor dicho, en compañía de nuevos guionistas que intentaron ayudarle a desarrollar su personal universo. La película transcurre en una Barcelona lumpen y marginal, siguiendo los atormentados pasos de un canceroso superviviente de mil desastres, interlocutor de los muertos, alguien que comercia con el esclavizado inframundo de los inmigrantes ilegales pero que no ha perdido el sentido de la culpa ni la ética sufriente, padre atemorizado y ejemplar de dos criaturas sin futuro cuya madre es bipolar, yonqui y puta.

Y se me ocurre ante esa infatigable catarata de angustia y dramas que tengo la sensación de estar ante una crónica complacida e impostada del miserabilismo con pretensiones de arte desgarrado en cada plano, algo que puede abrumar pero que difícilmente conmueve. Y me llegan a hartar los alardes del “más difícil todavía” en la obsesiva y sin tregua exploración de los infiernos. Todo lo contrario a la verosimilitud, la profundidad de los sentimientos, la inteligente intensidad que me transmitía el cine anterior de Iñárritu.

Sin embargo, hay cosas que paradójicamente me impresionan en una película que no me gusta, de la que estoy distanciado casi siempre. Por supuesto, Iñárritu no ha perdido su fuerza visual ni la construcción de algunas imágenes que dejan poso en la retina. Pero el auténtico imán de la película es la interpretación honda y sobrecogedora de un Javier Bardem que no te permite desviar el ojo y el oído cada vez que aparece. Su presencia, su rostro, su mirada, sus movimientos, su voz expresan muchos y complejos sentimientos, heridas, sueños, confusión, resistencia, terror, anhelos y desesperación. Su entrega, su hondura y su talento están más allá del elogio.

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