El apartamento
Bajo los disfraces y los oropeles de la comedia, en la filmografía de Billy Wilder aparecen películas duras, preñadas de sordidez y de cinismo, de aristas cortantes y de mirada poco compasiva hacia sus protagonistas. Títulos que son, al mismo tiempo, radiografías de la clase media americana que cada vez más empieza a escasear (igual que aquí, ahora que lo pienso), y que es diseccionada por este cáustico y malévolo judío sin contemplaciones y con el escalpelo bien afilado, sin falsas complacencias y sin coartadas regeneradores o moralistas de ningún tipo. Son éstas obras revulsivas y casi feroces, retratos incisivos y ácidos de un paisaje social depredador caracterizado por Wilder y por I.A.L. Diamond, su guionista, con pinceladas de vitriolo empapadas en disolvente. Historias que ponen en la picota la hipocresía moral de unas escalas de valores en las que medran individuos siempre dispuestos a traficar con los excedentes limosneros de un sistema que les mantiene desplazados y que no les permite salir de sus aledaños suburbiales. Figuras patéticas que viven por delegación y que buscan el triunfo como instrumento de utilización de la moral ajena. Arribistas sin escrúpulos y sin talento, aprendices de brujo que se dejan manipular para sentirse protagonistas de ficciones ilusorias, para evadirse de una realidad sin horizontes o llena de perspectivas engañosas. Marionetas de un engranaje cuyos mecanismos le desbordan y, con frecuencia, les arrolla sin miramientos. Seres débiles, víctimas de su propia ambición y de la ceguera con la que se prestan como sujetos de iniciativas que no les pertenecen.
Quintaesencia de todos ellos es C.C. Baxter, protagonista de El apartamento, exponente paradigmático de la vulgaridad ética y estética de esa clase media norteamericana, de sus escalas de valores y de su doblez moral. Es la visión amarga del patio trasero del sueño americano, el rostro menos amable y más sombrío de una civilización de la que Billy Wilder traza una crónica de costumbres acerada y corrosiva.
Baxter, interpretado por un memorable Jack Lemmon, es un trepa sentimental y solitario cuyas aspiraciones no pasan de compartir el lavabo con los jefes de su empresa y que, para conseguirlo, está dispuesto a llevar la llave de su apartamento cuantas veces sea necesario a sus superiores a fin de que éstos puedan retozar allí con sus queridas. A medida que avanza el filme, Baxter se va convirtiendo en una sombra triste, desarreglada y patética que siente en sus propias carnes la derrota moral y la humillación que le inflige un sistema cuyas reglas de juego acepta para conseguir un ascenso. Es un personaje que difícilmente se ganaría la estima de los espectadores si no fuera porque la mirada de Wilder está dispuesta a aceptar con idéntico respeto sus miserias y sus debilidades, sus ridícula presunción y su “buena madera”, su falta de carácter y su bondad, su arribismo y su necesidad de afecto, su hipocresía y sus buenos sentimientos.
Cuando penetran en las imágenes de la película estas nuevas pinceladas, El apartamento empieza a desplazarse desde la negrura y el cinismo hacia la comedia y el melodrama sentimental, y empieza entonces un juego apasionante y promiscuo entre géneros fronterizos que se contaminan mutuamente y que se despliegan de manera simultánea para hacer posible toda la riqueza de sugerencias, toda la complejidad y toda la inventiva que respira la historia. En ese difícil equilibrio es el que le permite a Wilder pasar sin solución de continuidad de un acorde patético a otro amable, de un registro dramático a otro de comedia, de una pincelada negra y pesimista a otra rosácea y algo más blanda. Aquí reside la suprema maestría de una comedia ambivalente que no sólo se sujeta sobre la estructura de un guión modélico, atado y urdido por dentro con precisión de relojero, sino que pone en juego a través de la puesta en escena una afortunada serie de hallazgos visuales cuyo ritmo exacto otorgan a la obra esa riqueza de matices que, por momentos, parece apabullante.
El cinismo y el talante escéptico del director impiden contemplar la historia de Baxter y Kubelik (guapísima Shirley McLaine) desde la perspectiva ejemplificadora de la regeneración moral. El mismo ácido disolvente que impregna las pinceladas con las que describe las relaciones entre jefes y empleados, o entre aquéllos y las secretarias o ascensoristas, mina de manera subrepticia el futuro de unos personajes por los que su creador no puede dejar de sentirse concernido. Esa cercanía convive de manera fructífera con la distancia, a veces cómplice y a veces implacable, con la que Wilder se sumerge en los mecanismos de la comedia para mostrar las facetas menos complacientes de sus criaturas. De ahí que El apartamento sea, en realidad, un filme sin género que fluctúa entre diferentes parámetros y que consigue armonizarlos en su interior con la madurez y sabiduría propias de un verdadero genio del arte cinematográfico.
En estos momentos, sin embargo, es imposible arrojar una mirada inocente sobre las imágenes de una película que se ha convertido en una obra maestra sin discusión, un clásico recurrente que ha superado las incomprensiones que le fueron contemporáneas. Su vigencia, su corrosivo vitriolo, su vitalidad arrolladora y su sentimentalismo le permiten mantenerse saludable y altiva, siempre abierta a nuevas sugerencias y siempre moderna. ¿Se puede pedir más?
0