Diario del Confinamiento | Estas manos
Ahora, como usted, me lavo mucho las manos. Mis manos son bastante normales, si se puede decir así. Ni muy grandes ni pequeñas, ni de dedos largos ni cortos, ni especialmente huesudas, ni gruesas o carnosas.
Un amigo por WhatsApp me recuerda una frase estupenda de Rafael Azcona en el guión de París, Tombuctú, de Berlanga: Concha Velasco lava los pies de Michel Picolli y le dice: “Oh, tiene usted pies de pianista”. Azcona, una de las mejores personas de la historia de España, al parecer dijo una vez que “como fuera de casa no se está en ningún sitio”. ¿Qué estaría hoy haciendo Rafael Azcona?
Vuelvo a lavarme las manos. Las manos que se colaron bajo el jersey de mi primera novia, las que acarician a mi última novia, las que se posaron en la frente aún tibia de mi padre muerto, las que cerraron para siempre los ojos de mi madre.
Manos que se hicieron adultas demasiado pronto.
Recuerdo la mano derecha de mi padre dándome una hostia como un pan de El Vacar. Una y no más. Merecida, supongo.
Mis manos que no han sentido las ganas de estrangular a nadie. Las manos, esas sí regordetas, de Elton John sobre el piano. Esas manos que mecen la cuna y que así diseñan el futuro sin darse cuenta.
La mano despaciosa de Fra Angélico dibujando puntillitas de luz en el rayo que ilumina a la Virgen.
Las manos de mantis religiosa de Bruce Lee en la pantalla de un cine de barrio. La mano cerrada en puño de un viejo comunista.
La mano abierta. Las manos limpias.
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