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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Los inhumanos

El grupo musical Los Inhumanos.

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Los inhumanos eran un grupo gamberro de finales de los 80, unos golfos sin vergüenza ninguna que dejaron un puñado de canciones divertidas y desenfadadas, de esas que todos los cuarentones hemos cantado en nuestras primeras salidas. Mi agüita amarilla acompañó muchos botellones; de Qué difícil es hacer el amor en un Simca 1000 nos acordamos… pues eso, y llega un día en que los amigos te cantan Te casaste, la cagaste. La vida resumida en unas cuantas canciones inocentes y pachangueras que no le hacen daño a nadie.

Contó Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido que uno de los momentos más duros que vivió en Auschwitz fueron los días en que esperaba la muerte de uno de sus compañeros de barracón para quitarle las botas. Era una cuestión de supervivencia, pero el psiquiatra vienés se dio cuenta de que el momento en que la muerte de un semejante deja de importarte para convertirse en un hecho cotidiano e insignificante es un punto de no retorno. Ese día estás más cerca de perder tu condición humana para convertirte en un animal sin sentimientos, en una bestia.

En esas estamos, porque hoy los inhumanos no cantan. Ladran o callan. La inhumanidad ha dejado de ser algo desenfadado y cachondo para convertirse en campo de desarrollo para la hijoputez desmedida, de lo peor que podemos convertirnos.

En estos meses hemos sacado mucho de lo peor que tenemos dentro. Los españoles hemos recuperado esas peleas a garrotazos de Goya echándonos en cara toda la mierda como si la pandemia fuera un partido de fútbol. Hay analistas internacionales que flipan con nuestro frentismo, con nuestra nula capacidad crítica porque nos lo tomamos todo como los míos contra los otros. No le demos más vueltas. Nadie va a ver nunca penalti en su área ni la línea de fuera de juego por mucho que el VAR la enseñe en tres dimensiones. Pues aquí está pasando lo mismo.

El lunes 767; el martes 591; el miércoles 492; el jueves 515 y el viernes 513. En total, 2.878. Esos números han quedado deliberadamente escondidos en la mayoría de medios de comunicación, relegados a un segundo plano, sepultados en una amalgama de cifras, de datos que esconden o disimulan lo peor que está pasando en España. Esos son los números de muertos de la pasada semana, registros que son una línea más en las noticias, un incómodo dato por el que incluso conviene pasar por alto vaya a ser que alguien se moleste o se haga el ofendidito. Y esos son los oficiales. Los reales…

El problema es que detrás de los números no hay enfrentamientos políticos, ni Ayusos ni Illas, ni bajezas propias del pésimo nivelito de nuestros representantes. Tras esas cifras está la muerte, gente que palma, familias rotas, historias truncadas, dramas que no tienen colores. La pena. El fin. The end.

Los muertos tienen una extraña manía, y es que se siguen muriendo aunque los escondan y nadie se acuerde de ellos. Cada día de la semana pasada hubo en España el equivalente a tres 11M, pero por alguna extraña razón han conseguido narcotizarnos hasta el punto de hacernos impasibles ante el dolor. La manipulación ha logrado que nos den igual los muertos, que no sean dignos de salir en los titulares y que incluso los

consideremos elementos de crispación política y social, munición para la mierda diaria. Estamos en el punto que tanto preocupaba a Frankl. Nos estamos convirtiendo en bestias. Nos estamos deshumanizando.

Hemos convertido nuestra vida en una absurda convivencia con términos como “cierre perimetral”, “servicios no esenciales”, “presión asistencial” o “incidencia acumulada”, pero hemos olvidado a los muertos. A los tuyos y a los míos. A los nuestros. Puede, sólo puede, que haya llegado el momento de dejar los colores a un lado y empezar a enfocarnos en lo único importante de esta historia. Si no, puede que no hayamos aprendido nada, y lo que es peor, puede que algún día nos arrepintamos del error tan grande que cometimos. Y ya será tarde.

Y mientras, alguno se estará mirando al espejo cantando aquello de Me duele la cara de ser tan guapo.

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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