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Y de repente recordar su nombre

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Antonio Agredano

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Córdoba es una ciudad vanidosa que se maquilla a brochazos. Piel de escama y silencio. Polvos arrebujando el rostro seco. Errática y cansada, pardusca, rencorosa. A veces azul, un azul despampanante y breve, y otras muchas ese gris tiránico, con sus manos de bruma agarrándonos el pecho, clavándonos los pies al suelo. Un beso helado que incendia la mejilla.

Sé que algún día volveré a sus calles sin la sensación, punzante, de ser un turista en mis propios barrios. No tengo prisa. La vida me enseñó a construir un hogar con muy poco. Así sobrevive quien aspira a mucho pero no quiere arriesgarse a perderlo todo en cada paso. De Córdoba sólo confío en sus habitaciones. En lo que sucede piel adentro. En las camas que crujen, en los cuerpos que se aman, en el lacónico tintineo del cabecero de la cama. Lo que somos cuando nadie mira. Cuando nos descalzamos, estiramos las piernas y dejamos en el perchero el peso del mundo sobre los hombros. En los bares que parecen cerrados. En los coches que recorren los polígonos. En la grasa de los talleres, la niebla de escayola de las obras, el barro de los caminos. En el hartazgo de las rotondas y en la puerta de los colegios. Los leggins han sustituido al chándal, pero son las mismas madres que esperan fumando al torbellino infantil. Ha cambiado todo pero insistimos en ser los mismos. Como coches de Scalextric chisporroteando por las pistas de siempre. Las mismas curvas. El mismo ligero peralte.

Pienso en mi ciudad y miro por unos prismáticos que se han dado la vuelta. Todo más pequeño y asible. Me irritaron, de siempre, los cantos engolados, los paisajes dorados, el poema que por querer abarcarlo todo termina siendo traslúcido y pueril. Una teletienda de nuestras callejuelas. Propaganda en el buzón de nuestra alma. Córdoba es grande por lo pequeño. Córdoba es rica por lo que no tiene. Córdoba es nuestra porque son nuestras minúsculas vidas las que recorren sus venas, las que cargan su arquitectura de razones para seguir en pie. Habitamos los espacios. Sentimos. Nos besamos en Gran Capitán y volvemos a casa borrachos pisando las piedras de la calle Judíos. Flotando sobre loscos.

“Y sentir el latido de tu sien en mi mano, aprisionada como un pájaro aterido”, escribió Pablo García Baena, asomado a la cerradura de nuestra existencia. La poesía no es papel sino accidente de carne en la oscuridad del hogar. Besos en la cocina. Un roce como de perros en el sofá. Hay en el piropo una verdad a medias. Las afueras que nos enseñó García Casado. La persiana que se levanta con estruendo en la madrugada. La luz turbia de la periferia. Las gambas rebozadas del Gallo. Las explanadas del Hospital. Un solar vacío. Otra tienda que cierra. El pan que se le echa a los patos en Los Patos.

Paseo por Córdoba y es temprano. Hago una foto al Bulevar y me siento un extraño. Si alguna vez vuelvo a Córdoba lo haré sin estruendo. Buscaré un piso donde sea. Miraré las líneas de autobús antes que la pista de pádel. Miraré antes si hay parque para los niños que si tienen trastero las cocheras. Bajar al chino a comprar cervezas. Tirar la basura. Esquivar al cariñoso perro del vecino. Esas cosas importantes que no lo parecen en absoluto. Pero paseo por mi ciudad y la veo gris y amable, tan mía, como si palpara su rostro en la oscuridad y de repente recordara su nombre.

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