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Gazpacho

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Antonio Agredano

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Llego a casa del trabajo y bebo gazpacho directamente de la botella. Sin soltar la puerta del frigorífico. El sudor parcheando la camisa. Soy oficialmente mi padre. “Como si tú mirases, miro el campo”, le escribió Francisco Brines al suyo. Los veranos de mi infancia. Llevo el hogar conmigo. Caminar pisando la huella de unos pies más grandes. Ya sabemos la historia, pero eso no impide que nos sorprendamos. Llegarán la muerte y los hijos, el amor y las rupturas, el dolor y las sonrisas veraniegas. Ya sé de qué va esto y sin embargo lloro y río como un debutante.

Hay una sombra en mi existencia. Siempre pienso que la felicidad es un precipicio y que más pronto que tarde perderé pie y caeré, de nuevo, en el abismo. Me aferro a la felicidad como un bebé que estruja el dedo de su madre. Porque la considero efímera. Porque la tristeza es un imperio. El calor me lanza a un salón en Parque Figueroa. Al ventilador marca Taurus. Al sofá de escay pegado en la espalda. Quiero que pase el verano y caigan las hojas y comience la nueva vida que me espera.

Lamento haber traído a estos textos mi mirada encapotada. Voy a hacer una pausa de un par de meses. Lo necesito y me lo permiten. Me he apuntado a un gimnasio, al que dedicaré mis esfuerzos en lugar de a esta página en blanco. Hay clases dirigidas de cosas que no sé lo que son. GAP, Core, TRX. No sé si voy a hacer deporte o me van a vender una moto de 50cc. En apuntarse al gimnasio siempre está implícita la derrota. Será extraño comprobar que escribir me resulta más fácil que pedalear durante media hora en una rígida y diabólica máquina. Pero todo es quejarse. La última vez que fui a un gimnasio aprendí la palabra mancuerna. Ahora hay leggins con transparencias. Ayer una chica me enseñó las instalaciones y me hizo sentir como un turista japonés al que plantan por primera vez en mitad de la Mezquita. Ojalá un gimnasio coactivo, con matones que te arrastren hasta las bancas de pesas. La fuerza de voluntad no es universal, hay voluntades y voluntades. Antes corríamos para comer y ahora corremos para contarlo. En lo primero que me fijo de una mujer es en su biblioteca.

Tengo 37 años. Di mi primer beso hace veintidós años. Di mi último beso esta mañana. Renuncio a la nostalgia y me abrazo como un oso a lo inmediato. Vivo el hoy con insolencia. Bebo y follo y río a carcajadas y lloro con estruendo y siempre me quedo con hambre y grito los goles como un orgasmo de cíclope que me recorriera el cuerpo de los pies a la cabeza. Como un relámpago íntimo y un cosquilleo pornográfico y violeta. Así que paro aquí, donde todos estamos felices, con el Córdoba a las puertas de su nueva tragedia.

Alejandro González quiere agradar al cordobesismo y es como un señor mayor que se viste de payaso e intenta hacer reír a los niños, que le observan con miedo y una tenebrosa ternura. Cucamonas y chistes gruesos. Una bocina y un escenario improvisado. Aún así, me gustó la jugada del domingo pasado, la de las láminas. Un poco infantil, pero ahí estuvimos dándole vueltas a su juego. Los fichajes, de momento, nada del otro mundo. Los mismos fichajes de tieso de siempre, pero con tanta premura se minimiza el riesgo. Habrá un equipo más cohesionado, más reconocible, menos improvisado. Carrión tiene tiempo para probaturas, para testar la fiereza, para ver los huecos que hay que cementar. Es buena gestión. Apuntadme al equipo de Carrión, por cierto. Creo en él. Volved a estas palabras si mis deseos se quiebran y finalmente no da la talla. Husmear en los errores del pasado de los demás es deporte habitual en nuestra ciudad. Siempre ganamos medalla si toca competir en el escarnio. Pero como el silencio me incomodó de siempre, lo repito: confío en Carrión para algo grande.

En el verano nunca pasa nada. El fútbol es una era. “No vayas a poner la era donde más chinos hay”, lleva mi abuela diciéndome toda la vida. Ser sabio es hacer mella con palabras sencillas. Mi padre y los padres de mi padre son de Ojuelos Bajos, una aldea de Fuente Obejuna. De pequeño fui algunos veranos allí a vivir la ficción de tener un pueblo propio. No era el mío, yo nací en Córdoba y cordobés me siento sin mezcolanzas, pero intenté que al menos en el asueto estival aquella minúscula aldea fuera parte de mí. Jugaba con otros niños a la Policía y Ladrón, hasta tarde, libre de la vigilancia urbana de mis padres. Al balón y a las canicas. Allí no había peligros. Salía con la bicicleta por las mañanas, tirábamos a los pájaros con una escopetilla de plomos. Mi abuela Mercedes me hacía gazpacho y dormía la siesta junto a mi abuelo Antonio. Él me mandaba al dobladillo de la casa para bajar una sandía para el postre. Cuando el sol nos daba una tregua, dábamos largos paseos y me enseñaba las cicatrices del campo que él labró y por donde andaba mi padre de pequeño haciendo travesuras. Recuerdo esos paseos como una enseñanza muda, el tiempo pausado, el zumbido de los insectos, el cielo insolente, azul, interminable. Luego mi abuelo murió, demasiado pronto. Y ya no volví a Ojuelos Bajos nunca más. La muerte, en la infancia, cae ruidosamente, como una bandeja metálica en el comedor. Inesperada e irracional. Nunca la muerte es asible, pero se va entendiendo, amasando, se ve venir con parsimonia y hasta puede uno acostumbrarse a su siega, disciplinada e imparable. Pero en la infancia todo es para siempre hasta que, de súbito, deja de serlo. La eternidad se parte con la sencillez con la que astillamos un mondadientes. Ese clac. Ese mismo clac que nos paraliza, nos hunde en el sofá, seca los ojos. Cuando mis padres me dijeron que mi abuelo había muerto me quedé mudo, sentado en el sofá. Quise ser fuerte, aunque apenas tenía ocho o nueve años. Inventé mi hombría convirtiendo en cristal la mirada. Mi padre, al verme tan contenido, pétreo, extraño, me dijo: “Puedes llorar si quieres”. Y sus palabras rompieron el dique a martillazos y lloré durante horas la perdida de mi abuelo. De Antonio. Y con él mi pueblo y aquellas calles silenciosas, los amigos improvisados y una noche estrellada que nadie espera. Las sillas en las puertas de las casas, el hogar en cualquier parte y la sonrisa de mi abuela.

Los veranos traen oscuros presagios. Los asocio al adiós, a crudas despedidas. El calor es una sábana sobre el cadáver de una ciudad vacía. Gracias por estar ahí leyéndome durante todos estos meses. A estas alturas sabemos que el fútbol es una excusa. Que no me pagan para analizar el juego a pierna cambiada de Loureiro. Aún así, tengo ganas de balón y del destello esmeralda del campo. Bebo gazpacho a morro y soy mi padre como mi padre fue también su padre. Los tres nos llamamos Antonio pero yo romperé la tradición. No se puede construir sin haber derrumbado antes. Aunque mi hijo no se llame como su abuelo, sabrá quererlo. El amor también se enseña con el ejemplo, como a colocar el cuerpo antes de chutar a puerta. Beber gazpacho frente a la nevera, ya descamisados, con el dulce peso de una familia sobre las clavículas. Quiero creer que la fortaleza de un hombre no se busca en los gimnasios. Quizá en la cocina, cuando el calor aprieta. El recuerdo de un padre que ya no está. La dulce tiranía de los tuyos. El trabajo. La arquitectura de los días, de pie tras el terremoto.

Me pregunta mi padre si el Córdoba está fichando bien. “Ahí, ahí. Suenan cosas que pueden estar bien. Aún no se sabe nada”, le respondo. Hablo del Córdoba como si hablara del tiempo. En qué nos han convertido. Compartimos la segunda cerveza en el bar Las Delicias.  Viernes noche. “Esta semana no has escrito lo de Cordópolis”, me recuerda. “No doy para más, papá, necesito un descanso”, le respondo demasiado afectado, y sueno cursi y teatral. Mi madre siempre tiene frío. Mi hermana siempre está riendo. María se sujeta la barriga. Me agarro a la felicidad como a las cadenas de un columpio. Siento de la misma forma el vértigo. Las idas y venidas en el pecho. En la televisión pierde España ante Alemania en la sub21. Es imposible cogerle cariño a Alemania. Para mí son el enemigo en el fútbol. Son tan buenos, son tan irritantes, da tanto placer ganarles. “En este bar viste el ascenso del Córdoba ante el Cartagonova, que lo cuentas en En Lo Mudable, ¿a que sí?”, me dice María. Sonrío. “Cuando nazca el niño plantaré un árbol y ya me puedo morir tranquilo”, pido otra cerveza. El lunes empiezo el gimnasio, pienso. Corre algo de fresco. La luz de Córdoba nos regala un cielo negro y dorado. Mi ciudad, mi equipo, mi familia. El recuerdo de los que ya no están. El deseo de los que vendrán a llenar los espacios. Un espejo agrietado puede durar toda la vida. Nos vemos cuando acabe el verano.

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