La belleza y la vocación
Fue un 1 de septiembre, el día en que todos los colegios renacen. A los docentes jóvenes les pasa como a los futbolistas malos, cada año trabajan en un sitio diferente. Allí estaba yo con media hora de antelación, no por quedar bien, sino para echarle un vistazo a mi nuevo lugar de trabajo con tranquilidad, antes de que decenas de personas con forzadas sonrisas intenten causarte una buena primera impresión. Paseé por los desiertos pasillos de aquel pequeño instituto, disfrutando de un silencio que casi nunca existiría. Entré en alguna modesta aula y salí un rato al patio. Nada a destacar, un colegio construido rápido y por ende mal, como casi todos.
Al llegar a la sala de profesores me encontré con una bronceada espalda escuétamente cubierta por un vestido azul eléctrico, cuya única marca no era el rastro blanco del bikini sino una sugerente mancha de nacimiento que se perdía en el bendito sur. Al presentarme pude comprobar que la fachada era aún más exuberante que la trasera. Con una sonrisa de anuncio, enmarcada por unos labios a lo Jolie pintados de rojo, me dijo que se llamaba Virginia, que era malagueña y que encaraba su segundo curso en el centro. Una beldad.
Mientras volvíamos a Córdoba, en el coche, le comenté a mi compañero Ignacio, a quien ya conocía de otras batallas:
— Joder, Ignacio, no veas la compi que tenemos...Virginia, creo que se llamaba — le dije intentando hacerle creer que no recordaba bien su nombre.
— ¿Qué ocurre?
— Coño, que está buenísima.
— Acaba de llegar de vacaciones. Espera a que vengan los niños.
— ¿A qué te refieres?
— Ya lo verás
Aunque me quedé con algo de intriga, no le di demasiada importancia al comentario de Ignacio, quien repetía centro aquel curso y en el anterior coincidió con Virginia. Los niños llegaron diez días después. Eran bastante brutos por lo general, más interesados en irse de montería, en las que se ganaban algunos durillos acarreando, que en estudiar. Pero no eran chicos malos. No tardé en entender a Ignacio. Virginia inició una metamorfosis en la que su atractivo quedó a la altura de la cucaracha de Kafka. A saber. Perdió instantáneamente su moreno, le salieron ojeras, apareció una pequeña chepa que desfiguró su espalda y absorbía su busto, juraría que hasta perdía pelo. De su brillante sonrisa ni rastro. Cuando abría la boca sólo aparecían sapos y culebras dedicados a tal alumno de 1ºB o de 3ºA o era para añorar a su lejana patria chica —¡qué coño hago yo aquí en este puto pueblo perdido del mundo!, era su frase preferida—. Se fue convirtiendo en un espectro a medida que pasaban las semanas, una sonámbula pasillera. Cuando llegó de nuevo el calor y se vio obligada a quitarse las oscuras y pesadas ropas en las que se embutió durante el invierno, la mancha de su espalda, que tan sugerente me pareció el día que la conocí, parecía un salivazo de tabaco de los que Clint Eastwood lanzaba en sus westerns.
En la docencia es indispensable la vocación. Si no la traes puesta tienes que encontrarla como sea, o corres el riesgo de convertirte en ánima como le pasaba, y le seguirá pasando, a Virginia. No hay vacaciones que lo arregle.
La última noticia que tuve de Virginia fue que volvió a quedarse sin plaza fija en las oposiciones de ese mismo verano y que Murphy la destinó a un pueblo de Los Pedroches. Casi me alegré de perderla de vista —los chicos tampoco la echaron mucho de menos—, algo que nunca me hubiera imaginado aquel cálido primero de septiembre.
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