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Sobre este blog

Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

Leer a Gibbon

Leer a Gibbon.

Eduardo Moyano

12 de abril de 2024 20:23 h

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Estamos en el esplendor de las novelas históricas, en especial las referidas a la república y el imperio romano. En anaqueles y estanterías, abundan, en efecto, excelentes libros sobre distintas épocas de la historia de Roma, como la serie de la australiana Colleen McCulloug situada en las últimas décadas de la República romana y en la que narra los seis consulados de Mario y las guerras civiles de Sila, Pompeyo, César, Antonio y Octavio. También destacan las del novelista británico Robert Harris sobre Cicerón, sin olvidar la de Robert Graves sobre Claudio, el emperador tullido y tartamudo. El español Santiago Posteguillo nos ha regalado algunas excelentes, como sus trilogías sobre Escipión y Trajano, o las dos novelas más recientes sobre Julio César.

Por mucho placer que se sienta leyendo esas novelas, no hay nada igual que adentrarse en la monumental “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano” del historiador británico Edward Gibbon. Es un libro que, a pesar de haberse publicado en 1776, hace ya casi dos siglos y medio, y existiendo desde entonces estudios, como los de Mary Beard, que lo superan y que mejoran, sin duda, nuestro conocimiento sobre el mundo romano, la obra de Gibbon aún conserva el aura de los libros clásicos. Es de esos libros que no sólo no pierden valor con el paso del tiempo, sino que lo ganan si se sabe apreciar la magia de su estilo, la pasión sin límite del autor al escribirlo y el contexto en que se escribió.

Gibbon se había interesado de joven por el legado de los romanos en las islas británicas y había leído con fervor a Horacio y Virgilio. Pero su pasión definitiva por Roma, y lo que le llevó a embarcarse en su monumental proyecto, fue la intensa emoción que él sintió contemplando las ruinas del Foro y el Capitolio en un viaje que hizo a la Ciudad Eterna en 1764, y la inquietud porque todo ello quedara sepultado para siempre en el olvido.

A partir de aquel viaje, dedicó toda su vida a lo que sería no sólo su gran y único proyecto hasta su muerte en 1794 en Lausana a la edad de cincuenta y seis años, sino también lo que le dio sentido a su propia existencia. Algunos de sus biógrafos dicen que Gibbon, soltero empedernido, tuvo en el estudio de la Roma imperial su verdadero amor, al que le dedicó su tiempo y sus desvelos y por el que sintió un fervor ilimitado.

Su escaño en el Parlamento británico por los whigs (liberales) no le distrajo de su dedicación al estudio de la historia del imperio romano. Tampoco le desvió de ello su pertenencia a algunos círculos literarios, como el fundado por el célebre escritor y filólogo Samuel Johnson, entre cuyos socios había, además, figuras de la talla del economista Adam Smith, el filósofo Edmund Burke o el pintor Joshua Reynolds.

La obra completa de Gibbon ocupa 3.500 páginas y está organizada en seis volúmenes. Ello la hace difícil de digerir por un lector medio cuyo interés por la historia de Roma no pasa de la curiosidad por conocer una etapa importante de la cultura universal. Por eso se agradece la edición abreviada que publicó en 1952 el periodista norteamericano Dero A. Saunders, en la que selecciona las partes más relevantes de la monumental obra de Gibbon, respetando escrupulosamente su estilo inconfundible y convirtiéndola así en un texto asequible al gran público y para deleite de los no eruditos ni especialistas. La de Saunders es la edición, en papel, de pastas duras y con separador de tela roja, cuya lectura he vuelto a disfrutar en las tres últimas semanas. Porque no es lo mismo leer a Gibbon en papel que en formato electrónico de e-book, pues se perdería gran parte de su magia.

Lo que convierte en mágica la lectura de Gibbon es, sobre todo, su estilo, de una sonoridad que le resultaría extraña a cualquier lector de un libro convencional de historia, pero que en este caso lo hace único y singular. Como dice Saunders, “el estilo de Gibbon bebe de las mismas fuentes que han hecho del teatro y la poesía lo mejor de la literatura inglesa”, ya que su obra hay que verla como algo más que un libro de historia. La espléndida sonoridad de las frases gibbonianas “resuenan en el oído, incluso cuando se leen en silencio”.

En definitiva, leer a Gibbon es una experiencia única. Es detener el tiempo, hacer un alto en el camino, en una época, como la nuestra, en la que nos obsesiona leer lo último que se publica y desdeñamos con demasiada ligereza aquellos libros antiguos, como el de Gibbon, que creemos ya obsoletos y superados.

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Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

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