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Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

Tiempo de Adviento, años de riada

Vista de Miraflores en la riada de 1963 | FRAMAR, ARCHIVO MUNICIPAL DE CÓRDOBA

Eduardo Moyano

8 de diciembre de 2024 20:32 h

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Era 1 de diciembre de 1963 e, igual que ahora, coincidía con el primer Domingo de Adviento. La mañana estaba fría y el cielo se cubría de nubes negras anunciando lluvia. El río había recuperado la calma, y, con su gran meandro de agua turbia y lechosa, abrazaba de nuevo sereno el barrio de la isla.

Aún se veían los efectos de la gran riada del pasado febrero, que inundó casas, comercios y algunas corralizas con los animales dentro. El jardín de la casa solariega, con su ancha rosaleda, fue arrasado por la corriente, al igual que ocurrió con el pluviómetro y demás utensilios de meteorología que guardaba el abuelo en un cobertizo. No quedó nada de aquello, y tampoco de la vieja biblioteca familiar, cuyos libros antiguos de letras doradas en los lomos flotaban en las aguas como pequeños barcos de vela sin rumbo, a la deriva.

Diez meses después de aquella riada, el fétido olor a humedad y aguas estancadas impregnaba todavía las calles del pueblo. Aún se podía ver en las paredes de las casas la señal de la subida del río, que marcaba en algunos lugares hasta tres metros de altura. Esas marcas daban idea de la magnitud de la crecida y de lo destructiva que había sido, quedando constancia de ello en las numerosas fotos en blanco y negro que aún se conservan de aquellos días. En el álbum familiar hay una foto en la que estás tú, de niño, junto a tu hermano y dos de tus primos, contemplando cómo el río está a punto de superar la baranda del paseo y cubrir por completo los ojos del puente, cerrado al tráfico ante la mirada vigilante de una pareja encapada de la Guardia Civil.

La gente del barrio de la isla y los que residían en la margen izquierda del río convivían resignados con estos desastres naturales, como les sucede a los que habitan en las cercanías de un volcán o en las tierras asoladas por recurrentes temblores sísmicos. Vivían de lo que el río les daba, regando las huertas y riberas, moviendo norias y molinos o refrescando los cuerpos y las almas de la gente en los meses tórridos del estío.

Viejos cantos, danzas y dichos populares así lo proclamaban como agradecimiento al río que les daba la vida. Pero también se temía su desenfreno, esa ira desbocada que, cada cierto tiempo, arrasaba sin piedad todo lo que a su paso encontraba. Por eso, en el barrio se le amaba, se le respetaba y se le tenía miedo, como a esos dioses totémicos que habían regido desde siglos el destino de muchos pueblos.

Caminas con tu padre para ir a la misa de ese primer Domingo de Adviento de 1963, sintiendo la intensa humedad que aún exudan los muros de las casas. La gente mira con inquietud las nubes negras que asoman amenazadoras por la sierra. Son iguales a las de aquellos días del pasado febrero cuando dejaron caer sobre el pueblo la terrible tormenta que hizo que el río multiplicara por diez su caudal e inundara todo el barrio de la isla, además de otras barriadas aledañas y las aldeas ribereñas.

No parece que vaya a ocurrir lo mismo ahora, comentan los vecinos en la puerta de la iglesia, pero nunca se sabe, añaden preocupados. Le preguntan a tu abuelo, buen observador del tiempo, buscando que les tranquilice su respuesta. No hay por qué preocuparse, les dice, sólo son nubes que anuncian las últimas lluvias otoñales, buenas siempre para los campos.

Vas embozado en la bufanda de lana que te ha puesto tu madre con inmensa ternura para protegerte del frío. Compráis castañas en el puesto de Carmen, frente al convento de los padres Francisco, justo en la esquina de la Cuesta Vitas, con sus escalones de piedra inconfundibles. En la puerta de algunas casas luce ya una corona de hojas de pino entrelazadas con el lazo rojo tan característico. Te dice tu padre que son coronas de Adviento que simbolizan el círculo de la vida, el ciclo eterno de las estaciones. “Es una tradición cristiana”, te comenta, “cuyo objeto es prepararnos para la venida del Mesías el día de Nochebuena”.

Llegáis pronto a la iglesia, y eso os permite sentaros en los primeros bancos, cerca del belén que ha puesto fray Justo con la ayuda de algunos feligreses. Allí, junto al altar mayor, puede verse otra corona de Adviento, también verde y de hojas de pino. A diferencia de las demás, ésta tiene un cirio blanco en el centro y cuatro velas alrededor: tres de color morado, símbolo de penitencia y espiritualidad, y una cuarta de color rosa, en señal de alegría por el nacimiento de Jesús.

Te llama la atención que tres de ellas estén apagadas, y le preguntas por ello. Te dice que es porque se van encendiendo una a una cada domingo de los cuatro que forman el tiempo de Adviento. “Hoy se ha encendido la primera vela, el próximo domingo la segunda, y así cuando llegue el día de Navidad estarán encendidas las cuatro, y también el cirio blanco del centro”, añade.

Comienza la misa, y el mágico sonido del armonio envuelve toda la iglesia, en especial cuando el coro canta el Stabat Mater. Tu padre tiene los ojos lacrimosos añorando el tiempo en que era fraile jerónimo en el monasterio de El Parral de Segovia, del que nunca debió salir, piensa para sí mismo. Te aprieta la mano y la estrecha sobre su cuerpo como si quisiera tenerte más cerca.

Ya de mayor, recuerdas a menudo esos días de tu niñez, en especial el rostro arrugado y enjuto de la vieja castañera, las verdes coronas de pino o la emoción de tu padre escuchando el coro de la Schola Cantorum. Con el paso del tiempo has visto cómo la tradición de Adviento se ha ido perdiendo en los pueblos, mezclándose con otros símbolos como los belenes, el árbol de Navidad o el alumbrado multicolor de las calles y plazas.

En este año 2024, el tiempo de Adviento ha llegado justo al mes de la trágica DANA de Valencia, muy presente aún en la desesperación y rabia de la gente, además de en el dolor y la tristeza por las más de doscientas personas fallecidas. Ante las imágenes desoladas de los pueblos valencianos abiertos en canal, te viene a la memoria las de tu pueblo en aquellos días de febrero de hace sesenta años. No son comparables, pues la crecida de Valencia ha sido mucho más mortífera y devastadora que aquella otra, pero, como niño que eras entonces, la viviste con una angustia similar.

Aquellas palabras de tu padre sobre el significado litúrgico del Adviento cobran hoy aún más sentido si cabe ante la dimensión del desastre. Es un viaje interior a lo más profundo del alma, te decía, pero también la ocasión de prestar en estos días mayor atención a la familia, a los amigos y vecinos. Son días en los que renovamos, añadía, la red de afectos que nos une, ese sentimiento de pertenencia a una comunidad de valores compartidos.

Es lo que piensas viendo la gran cantidad de voluntarios que han acudido a las zonas afectadas o el esmero de los soldados de la UME o del cuerpo de bomberos. También has pensado eso al ver por la televisión la conmovedora imagen de los vecinos de Paiporta recordando en silencio a las víctimas de la DANA al cumplirse un mes de esa inmensa tragedia.

Puestos en pie a ambos lados del barranco de El Lobo, forman un gran círculo de velas encendidas como si fuera una gigantesca corona de Adviento, mientras tocan a clamor las campanas de la iglesia.

Sobre este blog

Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.

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