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San Pablo arriba, San Pablo abajo

Manuel J. Albert

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El sábado por la mañana, en la calle San Pablo, todavía desierta, un señor se sentó en la puerta del supermercado Piedra. Justo en el mismo sitio en el que una chica gitana, rumana o búlgara, suele pedir una moneda por caridad a todo el que entra, sale o pasa por delante. El sábado, la chica iba con su hijo pequeño en brazos, de apenas un año, apoyado a su cadera derecha. Con una voz fina y un dulce acento, le pedía al señor que se fuese de allí. Aquel era sus sitio, le explicaba al tiempo que le decía que era una mujer “muy peligrosa” a la que ya habían denunciado. El hijo de la mujer “muy peligrosa” me miró con los ojos muy abiertos. “¿Vienes a mi país a amenazarme?”, le preguntaba el español, sin moverse del sitio, a la chica. Acababa de poner un cartel explicando su situación y pidiendo dinero.

Yo pasé por delante. La escena duró lo que duran diez zancadas ligeras. Inmediatamente, recordé otra que últimamente me salta a menudo a la mente. Un hombre mayor. De pie. Bastón en la mano izquierda. La derecha, cerca del pecho y cerrada en un puño. Está en una calle transitada, junto a un quiosco. Cabizbajo. Ojos cerrados. La gente pasa ante él sin percatarse de su presencia. Ruido de coches, camiones y motocarros. Pero oímos lo que el viejo piensa. “Venga viejo. Decídete. Alguna vez tenía que ser la primera. Venga. Te guste o no, tienes que hacerlo. Cuanto más lo retrases es peor”.

Carlos Giménez escribió y dibujó esta historia en 1985. Formaba parte de su obra Rambla arriba, Rambla abajo, con el que cerraba su serie Los profesionales, que contaba la historia de los amanuenses del tebeo y la ilustración española que en los años 60 -y desde Barcelona- inundaron con su talento, buen hacer, trabajo a destajo y sueldos tercermundistas las editoriales europeas.

En Rambla arriba, Rambla abajo, Carlos Giménez nos pasea por la Barcelona de 1964. En nuestro recorrido, pululan marinos borrachos de la Sexta Flota de Estados Unidos, tambaleándose abrazados a las prostitutas del Raval. Y vemos en las bocas del metro a los primeros inmigrantes andaluces y extremeños, todavía desorientados en su miseria y que terminarán improvisando barrios enteros de chabolas, antes de ocupar los enormes bloques de aluvión que se construirían con la urgencia de años de retraso, en las afueras.

En navidades fui Rambla arriba, Rambla abajo con mi padre. Como solíamos hacer cuando yo era niño. Tres décadas después, la ciudad ha cambiado. Como ocurre con muchas capitales turísticas, cada vez hay más gente y menos vida; más franquicias y menos tiendas, más hoteles y menos viviendas. Pero sigue habiendo mendigos. Tal vez más.

Al verlos, volví a pensar en el viejo del tebeo y su diálogo interior de 18 rápidas e interminables viñetas. Una sola plancha. En blanco y negro. Como la realidad. La historia del viejo termina cuando, al fin, consigue despegar de sí la mano derecha y extenderla boca arriba frente a él. “Así, bien extendida. ¡Que la gente la vea!. Todo es cuestión de empezar... El primer momento es el más duro, luego te acostumbrarás. ¡Ya lo creo que te acostumbrarás!”, se dice el anciano. Otra mano aparece. Lleva una moneda. La deja en la mano del viejo. La cierra con fuerza. La vuelve a pegar a su pecho. Y llora.

En la calle San Pablo, la chica y el señor mayor seguían discutiendo. Me di la vuelta sin dejar de caminar. La mujer andaba de un lado a otro, descolocada, alrededor del hombre. Este seguía impasible. Sentado en el suelo. Un trabajador del supermercado salió para terminar de subir la persiana y abrir al público. Seguí avanzando. No me volví otra vez.

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