Lecturas selectas
Cuanto más escribe, menos lee. Mentira. Se consuela repitiendo esa misma letanía siempre que su pareja clava sus enormes ojos en él. Los asoma por encima de Los hermanos Karamazov sin decir nada. Pero hablan. Y callan a los suyos, que enmudecen bajando los párpados. Nunca ha sido buen lector, reconoce meciéndose en posición fetal en una esquina de su cuarto. Sobre la mesilla de noche, una montaña de basura que ni siquiera ha intentado escalar.
Con los años, ha ido acumulando desperdicios. Antropología de la cultura zombie. El abrelatas, garantía de supervivencia tras un cataclismo nuclear. Sexualidad reprimida de los guardias de los campos de exterminio nazi. Tuck Rivers, héroe sideral. Todos empezados, ninguno terminado. Convertidos en objetos decorativos, esperan su turno para ocupar su parcela de anaquel. Decenas de congéneres hacen lo propio, rebozados en polvo y convencidos ya de que nunca más serán abiertos.
Mentira. Porque siempre ha sido un lector de mierda. De su mente caótica ha surgido un sistema lógico para elegir sus lecturas más inútiles y breves. La visita al cuarto de baño. Y muy pocos autores de categoría han resistido. Todavía recuerda cuando se encerró con el Ulises de Joyce. El irlandés berreó desde lo más profundo del inodoro mientras, en la taza, él daba vueltas al primer tomo buscando algún sentido rápido, sencillo e indoloro. No lo encontró.
Lo mismo ocurrió con Rayuela. Aquel argentino con cara de niño le planteaba un juego como el de los cuentos de la colección Elige tu propia aventura que ojeaba de pequeño. Pero con una letra tan... Y unas páginas tan... Al comienzo del segundo párrafo, el hombre de acento porteño le pidió que cerrase el libro y lo dejase con cuidado en el bidé. Y así hizo.
En cambio, el criterio del cuarto de baño le ha abierto las puertas de la alta literatura de los prospectos médicos, los ingredientes de los dentífricos y los geles de baño. Y cuando se siente especialmente audaz, busca los servicios de las versiones noveladas de La Guerra de las Galaxias. Tampoco llegará a la última página.
Sigue meciéndose en su cuarto. Con aquellos dos ojos todavía clavados en su cogote, echa uno a la estantería. Ya no cabe un solo lomo más. Pero sabe que no dejarán de llegar. Porque sigue soñando con ser un buen lector. Y cree recordar que una vez acabó un libro. No. Más de uno. Fueron muchos más. Y por eso, hay días en los que no puede resistirse y entra en una librería para adquirir el más pesado, denso e indispensable título que encuentre. Lo ha vuelto a hacer. Los jíbaros del infierno y las tribus moteras del espacio exterior. No ve el momento de enseñárselo a su pareja.
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