Claudia y Sandro

Claudia tiene una mirada invasora, quiere comerse el mundo y no pierde detalle. Le gustan los espacios abiertos, los horizontes, porque no tiene todo el tiempo del mundo para conquistarlo. Si ha visto algo ya es suyo, no hay ningún rasgo que le sea ajeno, quiere que las cosas le obedezcan y se empieza por el inventario, se le iluminan los ojos cuando intuye que se acerca algo nuevo. En el eterno tiempo del verano se para a mirar y pregunta, y ya tiene un nuevo registro, el mundo de las cosas es todo uno, no existe la biología, la sociedad, la naturaleza, todo son cosas que la están esperando. Ella siempre está, crees que anda en otros asuntos, con sus juegos, pero está en todas las conversaciones, en todas las imágenes, días después te las recuerda y caes en la cuenta de que su mundo se está quedando sin secretos, ya no es esa inmensidad de la que se atiborraba sin medida.

A Sandro le interesan algunas cosas, el mundo le parece una distracción, y siempre rodea los objetos y las personas buscándole un hueco, algún asidero a partir del cual seguir. La mayor parte del guión sobra, es puro relleno, y la vida consiste en ir esculcando las virguerías que se ocultan entre tanta morralla. Por eso él apenas atiende a las cosas cotidianas, ni el plano general, pero ve lo que nadie ve, mira siempre desde otro sitio y nos descubre un mundo que desconocemos, en el que él vive, una pequeña habitación en la que va acumulando pistas para saber qué se esconde detrás de todo esto. Lo hace con infinita paciencia, a sabiendas que quedan muchas pistas por recopilar antes de comenzar a conocer algo, y que hay poco más que ese juego adivinatorio.

Claudia es un zarpazo, una inundación, te mira a los ojos y sabes que no te puedes relajar, que ella está allí, nada le es ajeno y que tú eres importante. Si ella está todo se tensa, nada es irrelevante. Sandro es puro juego, un haz de luz, una correría burlona, la salida inesperada, la quietud entre las sombras a la hora de la siesta.

Verano.