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René: La arcadia infeliz

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Juan Velasco

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La primera vez que lloré viendo René fue con el verso en el que dice que echa de menos limpiar la casa con sus hermanos escuchando a Ruben Blades. Es casi al final de la canción. Así que la bola de ansiedad había ido subiendo desde las tripas a la garganta hasta salir por los lagrimales apenas unos segundos antes de que el propio Residente rompa a llorar en el vídeo.

Las siguientes veces lloraba cada vez antes. Con la abuela muerta sin haber podido ver a su nieto cantar en Puerto Rico. Con la madre que alegraba a los niños bailando flamenco. Con el padrastro que hacía las paces frente al televisor. Con el amigo asesinado con la policía. Con las giras a regañadientes. Con el divorcio. Con la botella. Y así hasta llegar al principio mismo.

No fue hasta la décima o undécima vez de escucha obsesiva cuando lloré con la voz de la madre y la canción de los indios taínos. “Cabeza rodilla muslos y caderas”. Había llegado al inicio. Y no hablo de la canción.

Con René, Residente ha conseguido lo que quería: devolver a millones de personas a la infancia. Y dibujar el estado mental de confusión, ansiedad y desconexión que vive gran parte del primer mundo en estos momentos.

Seguramente mucha gente quisiera para sí los problemas de Residente a cambio de su cuenta corriente. ¿Pero cuántos hablarían con la franqueza que lo ha hecho él? Decir en alto, abriéndose en canal, que cambiaría todo lo que posee por volver a ser el niño al que no le importaba no tener nada.

No recuerdo una canción que haya generado semejante consenso y que muestre mejor que como sociedad tenemos un problema. Si todos lloramos ante una infancia idealizada, es porque la vida adulta es inasumible. La arcadia del adulto es imposible. Lo más parecido a la paz adulta es agarrar la mano del niño que tengamos más cerca y soñar para él un mundo mejor que el que hemos construido para nosotros.

El mensaje es desolador pero encierra un quizá de esperanza. Y la esperanza es el cimiento de la arcadia de la madurez.

En clave mucho más irónica -eran otros tiempos-, Búnbury clavó la misma reflexión hace ya 21 años: “De pequeño me enseñaron a querer ser mayor. De mayor quiero aprender a ser pequeño. Y así cuando cometa otra vez el mismo error, quizá no me lo tengas tan en cuenta”.

“Quizá”.

La rendija por la que se cuela el niño.

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