Es una mañana de lunes, final de julio, ritmo tranquilo en el pueblo: churros, café, frutería, comprar aún periódicos en papel, bolsa de hielo, nevera, un cacharro isotermo para el gazpacho, sombrilla, una hamaquita ligera tal vez, toallas, un cenicero de plástico en forma de cono, crema protectora.
El pueblo que fue al cole ayer a votar se va hoy a la playa.
Hace un día precioso.
Yo voy a la playa también. Lo hago con un cierto aire melancólico.
Levanto los ojos del caso que Montalbano está resolviendo entre espaguetis con erizos de mar y berenjenas a la parmesana en la trattoria de Enzo y miro a mi alrededor.
Un grupo de chicos y chicas veinteañeros dormitan junto a un baffle bluetooth que escupe un medio tempo de C. Tangana.
Una mamá joven lleva hacia la orilla a su hijita y le arregla una pamela para que no se le caiga. La chiquilla ríe cuando el final de la ola lame sus pequeños pies que aún no han dado una mala patada a nadie.
Hay una pareja mayor que luce arrugas y piel ligeramente caída. Llevan gafas de sol muy guapas y se besan, y se bañan por turnos para no abandonar la sombrilla-campamento donde guardan la mochila para asegurar los 20 euros que van a invertir en unos gin-tonics en un rato. Y sonríen en su merecido jubileo.
Un papá le devuelve el pase al enano futbolista desnudo zurdo. Un niño al que le brilla el culete como si se hubiera escapado de un cuadro de Sorolla.
Hay una mujer sola tendida boca arriba con auriculares inalámbricos y moviendo un poco los labios.
Un chaval pone crema sobre el tatuaje que lleva otro en la espalda.
El tatuaje dice: “Riot”. Termina y le da un beso en la nuca.
Y se ríen. Y empiezan a correr hacia la orilla.
Todo esto, y más, pasa en la playa del pueblo. Es decir; que el pueblo está en la playa.
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