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El perro

Juan José Fernández Palomo

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Entonces, al alba, Nicomedes Mengual, el pastor, de chiquito, desde un resquicio de la cerca, calladito, lo ve todo. Un poco antes de sacar a las cabras. Hacía frío. Tiritaba.

Ruido frotado de metal y madera, arrastre de botas en la gravilla, toses, sorbido de mocos, carraspeos... No palabras.

Unos hombres, tres, cuatro, empujan a otro sobre la pared. A su lado va un perro labrador de pelo gris, tal vez blanco, pero no muy blanco.

Uno de los hombres tapa los ojos al perro con un pañuelo sucio. El perro saca la lengua, cabecea un poco pero se deja hacer.

Un hombre, sin rechistar, apoya la espalda en el muro. De sus ojos vacíos que no miran ni siquiera brota un atisbo de lágrima, ni una mirada de odio, de lástima, de perdón o de súplica. Su mirada es un conjunto vacío, la nada, una nada -tal vez- blanca.

Suena una descarga como de trueno. Un brillo fugaz, cierto olor a azufre (o el recuerdo de lo que sea el olor a azufre). El hombre apoyado en el muro cae fulminado. Hacia atrás y hacia abajo. Una mancha en la cal de la pared, un hilo rojo que resbala...

Unos hombres se van subidos a una camioneta de faros apagados. El labrador gris, tal vez blanco, se desembaraza del pañuelo rascándose con una pata, olisquea en el suelo la sangre del que fue su amo (no sé si decir aquí “amo”). Se va por el otro lado.

Hoy, el licenciado Nicomedes Mengual, don Nico, se acuerda de aquello cuando imparte clases de lengua y literatura a sus alumnos.

Se agarra a ese recuerdo para explicar lo que es una sinestesia.

Cuando termina, uno de sus alumnos levanta la mano y pregunta: ¿por qué?, no se entiende bien.

Piensa en el perro, dice el profesor. Y, en ese momento, suena el timbre que anuncia el recreo.

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