Con frecuencia la cultura es un espacio que, a diferencia de los estrictamente políticos, evidencia las conquistas democráticas y la superación de los lastres que durante décadas dificultaron la convivencia en libertad. A mucha distancia de lo que sigue ocurriendo por ejemplo nuestro Parlamento, en el que algunos partidos siguen usando a las víctimas del terrorismo de ETA como arma arrojadiza y dan evidentes muestras de no haber asumido que afortunadamente pusimos a fin a uno de los más dramáticos episodios de nuestra existencia común, el que se estrene una película como “La infiltrada” es la mejor señal de que estamos en otra “pantalla”. De que la sociedad española, en general, ha sido capaz de pasar página, lo cual no quiere decir – ojalá - que se haya quedado sin memoria, y de que por tanto puede acercarse a unos años terribles con miradas que nos revelan historias, personajes y acontecimientos que durante tanto tiempo estuvieron cubiertos por el velo del terror. Que ahora una narración cinematográfica, en forme de estupendo thriller, nos hable de la Euskadi de los 90, de los últimos coletazos de ETA y del papel de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la lucha (no siempre con las herramientas deseables) contra la violencia, es el mejor síntoma de que hemos dado un estirón democrático, aunque eso parezca pesarle a quienes continúan empeñados en resucitar al terrorismo como pulso que activa lógicas del amigo/enemigo. Es decir, las más contrarias a una conversación democrática.
La infiltrada, además, es una película de excelente factura, que mantiene con solvencia el ritmo y la tensión propios del género en que se enmarca y que demuestra que su directora, Arantxa Echevarría, es una de las más brillantes mujeres que hoy manejan las cámaras en nuestro cine. Con una trayectoria nada habitual – hizo su primera película a los 50, lo cual en términos sexistas y edadistas es una losa gigante -, ha ido demostrando que es una apasionada de las historias contadas en imágenes y que cualquier material en sus manos acaba teniendo una factura visual admirable. La historia de la policía infiltrada en el entorno de ETA durante 8 años entronca además con lo que yo creo que es una constante en el cine de Echevarría. También la historia de esta mujer, Arantxa, es una historia sobre la identidad, como lo fueron en su día Carmen y Lola o Chinas. Porque la protagonista de la película tiene que construirse un personaje, tiene que dejar de existir para el mundo – como le dice insistentemente el personaje de “el inhumano” (Luis Tosar, en otro de esos papeles con los que corre el riesgo de seguir encasillado en su rol de “hombre”)- y vive en la permanente tensión que le genera no solo el riesgo de su situación sino los dilemas a los que se enfrenta en un contexto donde ella también sigue teniendo cuerpo, emociones y deseos. Todo eso hace que la película también sea por momentos un drama, tal y como lo vemos en todo el relato de cómo Arantxa vive la relación con el etarra con el que convive. Sin renunciar al lenguaje propio del género, la directora, sin embargo, introduce matices y miradas que hacen que su mano sea visible. Lo constatamos en cómo nos retrata unos entornos muy masculinos y masculinizados (en los dos bandos), en cómo le da protagonismo a otra mujer policía que pese a su embarazo quiere continuar estando en primera fila, en cómo nos muestra el entorno social o en cómo nos permite conocer los turbulentos estados de ánimo de la protagonista. Sin ir más lejos cuando la vemos fileteando una pechuga en la carnicería en la que trabaja. Nada de ello hubiera sido posible sin la absoluta entrega de una Carolina Yuste que, una vez más, nos demuestra que tiene un talento único en el panorama de las estupendas actrices jóvenes españolas. Es una fuerza de la naturaleza capaz de ir de la contención al desgarro, como hace en la que es sin duda unas grandes interpretaciones de la temporada.
Me alegra además que una directora española haga una película que, en principio, podríamos pensar que por el tema y el enfoque encaja poco en lo que habitualmente, y de manera prejuiciosa, identificamos con el cine hecho por mujeres. Es evidente que la incorporación de guionistas, productoras y directas está provocando que veamos otras historias en la pantalla, que se enfoquen partes de la realidad que a los hombres no nos han interesado nunca, pero ello no quiere decir que las mujeres cineastas puedan hacer solo eso. Sería una mirada peligrosamente esencialista y muy alejada de la realidad, y de la igualdad. Es fantástico que Arantxa Echevarría nos demuestre lo buena directora que es manejando un material que tal vez habríamos pensado que sería más propio de, por ejemplo, un Alberto Rodríguez o un Rodrigo Sorogoyen. “La infiltrada” nos demuestra lo equivocados que estábamos, además de mostrarnos que también en una historia tan “de tíos” es posible introducir gestos, miradas, enfoques y diálogos que evidencian que es “otra” la mirada que está leyendo la historia para que la escuchemos con otra voz.
Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
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