Hay películas que duelen, que te sirven de espejo ante el que no tienes más remedio que reconocer cinismos y miserias. Sí, también nuestras. Películas que, más allá de sus virtudes cinematográficas, te dejan malherido, como si una garra te hubiera apretado las tripas y no consiguieras desprenderte de ella hasta un buen rato después de finalizados los títulos de crédito. La última de Agnieszka Holland es una de esas películas. La más que veterana directora polaca consigue, a sus 75 años, una de sus obras más brutalmente políticas, demostrándonos que el cumplir años no tiene que ir en contra de la pasión, la creatividad y el compromiso. Algo que algunos de sus colegas varones parecen olvidar con cierta frecuencia. Green border, que enlaza con su preocupación por las fallas de nuestro continente que ya abordara en Europa, Europa (1991) o en In Darkness (2011), pone el foco en el drama de las personas refugiadas que, huyendo de países en conflicto como Siria o Afganistán, buscan en esta supuesta tierra de los derechos un lugar de acogida. Entre Bielorrusia y Polonia, los cuerpos vivientes de cientos, de miles de sujetos, como representación ensangrentada de quienes expulsamos a los márgenes para seguir nosotros disfrutando del centro. Y al final, como epílogo, Ucrania.
Con una primorosa fotografía en blanco y negro, que tanto ayuda a que sintamos con toda su crudeza el dolor y la angustia, Holland nos ofrece, casi con tintes de thriller, una panorámica encarnada de toda esa dimensión de Europa que con frecuencia no nos atrevemos a mirar. Un relato más que necesario en este peligroso momento de reacciones conservadoras y antiderechos que suelen usar justamente las migraciones y las personas que llegan escapando de su lugar de origen como atizador del miedo. La excusa perfecta para convertirnos en fortaleza, para reforzar el “nosotros” desde una lógica excluyente, para pasarnos por el arco del triunfo las declaraciones de derechos que solemnemente ratificamos.
El exceso de metraje y un excesivo regodeo en mostrar cómo la violación de derechos atraviesa cuerpos y almas, con el consiguiente riesgo de una cierta > del dolor, son los dos únicos elementos que le quitan valor a una cinta valiente y necesaria. Con un admirable vigor narrativo, Green border tiene el gran mérito de ofrecernos un relato encarnado en sujetos que aspiran, como tú y como yo, a construir sus vidas sin amenazas de pistolas, cárceles o bombas. Sin que el color de piel, ni los dioses a quienes rezan, ni el dinero que acumulan en sus maletas, sea un factor decisivo para ser reconocidos como sujetos de derechos. Todo ello, además, contado desde múltiples perspectivas – las personas refugiadas, la guardia de fronteras, los activistas - , lo cual nos permite enfrentarnos a las múltiples aristas que convergen en una realidad flagrante: la de esa frontera de la humanidad, de los derechos humanos, que representan quienes huyen de su lugar de origen buscando, como dijera Hannah Arendt, “el derecho a tener derechos”.
Holland consigue los mejores momentos de la película cuando nos acerca al rostro de los sujetos cuya dignidad está herida, cuando nos muestra cómo mujeres y menores son las más desoladas víctimas y cuando, en una apuesta por la esperanza, nos permite identificarnos con la psicóloga, Julia, que se conciencia y toma partido. Que abandona su lugar de comodidad y sale al bosque, esa metáfora terrorífica del lugar de todas las pesadillas. Como en los más horribles cuentos. De esta manera, la directora consigue que los espectadores acabemos sintiéndonos como ella o, como mínimo, como ese guarda fronterizo que vive en lucha entre el cumplimiento del deber y el insoportable peso que le supone ser cómplice de tanta locura. El hombre que va a ser padre y que contempla la vida, ahora más que nunca, como hermosa posibilidad de futuro.
Green border, que solo nos ofrece una imagen en color al principio, cuando contemplamos un bosque verde y frondoso, una frontera cargada de promesas que inmediatamente se torna en el blanco y el negro de los pies cuarteados y las espaldas bajo látigo, es una de esas películas que nos recuerdan que el cine es también aldabonazo. Una potencia que pone palabras a lo que los silencios enmascaran y que, en este caso concreto, convierte en cuerpos vivientes a una de las realidades más insoportables de esta Europa de los derechos que los sigue administrando en virtud de criterios excluyentes. Que alimenta el miedo y el odio, que es incapaz de creerse lo que dice la letra de sus tratados, que parece haber olvidado las grietas que en otros siglos dejaron al continente atravesado por la sangre. Green border es una película que incomoda y que duele. Porque, entre otras cosas, nos muestra cómo las personas refugiadas viven en una suerte de limbo, más cerca del infierno que de los sueños, y que ellas son, sin duda, la gran frontera de los derechos del siglo XXI. La herida sin cicatrizar de unas democracias europeas que se repliegan hacia sus ombligos y que parecen haberles cogido gusto a las alambradas. Como si no hubiéramos aprendido nada de la historia. Como si nuestras manos fueran las únicas con poder para administrar la dignidad. Como si hubiéramos olvidado que cabe otra manera de orquestar lo común, como nos demuestran los cinco jóvenes que al final de la película hacen música fuera del infierno. Ese horizonte de posibilidad.
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