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Sobre este blog

Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

'Una perra andaluza': Bendita imperfección

Imagen de 'Una perra andaluza'.

Octavio Salazar

16 de junio de 2025 21:55 h

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En este mundo de trincheras identitarias, el mercado ha encontrado un nicho perfecto en lo LGBTIQ+. La industria audiovisual, que más allá de lo creativo no busca sino consumidores ávidos de productos, se está dejando llevar por esa corriente en la que podemos encuadrar películas y series que nos dibujan una realidad sin aristas. Empaquetada con papel de colores y purpurina. Sin recato alguno en la reproducción de roles y estereotipos, además de continuista con respecto a las pautas y valores del ecosistema heteronormativo, contra el que se supone que estábamos luchando. En muchos casos pareciera que con reducirlo todo a amores y desamores, músicas nostálgicas y acontecimientos eufóricos, el producto habría pasado el filtro de lo políticamente correcto y, en consecuencia, y es algo que nos debería hacer sospechar, es capaz de recabar audiencias exitosas. Lo cual significa que incluso quienes no están por la labor de desmontar el orden binario de género, sino más bien al contrario, se han sentido a gusto con la propuesta. Entre otras cosas, porque han encontrado un equilibro conservador que les permite incluso avalar su intención de acudir a las marchas del orgullo, donde bailar al ritmo de la reaccionaria Alaska, de la mano de la Mariliendre de turno.

Es por todo ello que disfrutar de una propuesta como Una perra andaluza, de la que se acaba de estrenar su segunda temporada en Filmin, resulta para mí motivo de celebración, el mejor que podría recomendar para un 28J que me temo descafeinado y sin fuerza vindicativa. Con escasos medios y unos intérpretes noveles, la serie creada por Pablo Tocino tiene la gran virtud de mostrarnos a seres imperfectos, la mayoría de ellos en ese período tan cruel que suele representar el tránsito a la madurez (hacerse mayor es una guarrada, es cierto), que viven en contextos precarios y que se enfrentan al amor y al sexo, y también a su propia identidad, a su quebradiza imagen, en espejos que se clavan y no desde los áticos lujosos de quienes parecen vivir un paraíso habitado por influencers y enganchados al gimnasio.

Por el contrario, Una perra andaluza, además de ubicarse en esa periferia urbana que no suele ser escenario de las historias de disidencia sexual más taquilleras, tiene el gran mérito de mostrarnos a individuos rotos, frágiles, dubitativos y en permanente cuestionamiento. En relaciones donde no siempre el sexo es vivido como una fiesta y en las que también existen violencias, humillaciones o insatisfacciones. Incluso en uno de los capítulos la serie se atreve con el debate del consentimiento en una relación homosexual. Aunque la serie nos hace reír y sonreír, esta producción tan andaluza, en el mejor de los sentidos, no renuncia a mostrarnos el lado más amargo de unas identidades en precario, de unas vidas que en muchos casos arrastran los traumas de una infancia vivida desde la rareza, de una fragilidad socioeconómica que dificulta la autonomía y de una soledad, más extendida de lo que pensamos en estos tiempos de redes sociales y aplicaciones de ligoteo, que nos hace cada vez más vulnerables.

Y, todo ello, al fin, vivido en viviendas pequeñas y sin lujos, donde los personajes no abren una botella de vino nada más llegar a casa, en las que no vemos estanterías cargadas de libros tal vez sin abrir, y en las que no hay ni baños gigantes ni camas que parecen alfombras voladoras. Al contrario, en esta serie percibimos los olores de la precariedad, la aspereza de las sábanas baratas y, por supuesto, ese cariño que teje vínculos afectivos elegidos, tan importantes para los sujetos no normativos, aunque también, y con un par de personajes imprescindibles, Tocino no renuncie a mostrarnos un clásico: la madre del maricón.

Una perra andaluza no tiene la perfección formal de otros productos que nos venden, ni cuenta con estrellas televisivas en el reparto ni con intérpretes que tengan a sus espaldas una larga trayectoria. Ni falta que le hace. Justamente en su radical honestidad, y en su valentía por mostrarnos una realidad que es mucho más compleja de lo que se nos muestra habitualmente, reside el valor de esta propuesta. Una apuesta que crece en la segunda temporada, la cual desemboca en un emocionante y bellísimo capítulo final, en la que, además de seguir riéndonos con unos personajes que se hacen querer, somos atravesados por las heridas que arrastran, por sus dudas e incertidumbres, por su nómada estar en una sociedad tal vez rica en tolerancia pero todavía torpe en reconocimiento. Y es ahí, en ese contradictorio espacio, donde vemos luchar por encontrar su lugar en mundo a seres humanos que nos demuestran que todos somos monstruos, y que la normalidad acaba siendo una suerte de normatividad.

Todo eso acompañado de una contextualización pop – esos carteles de las habitaciones – y muy sevillana – esas Vírgenes que no existirían sin maricones que les gritaran “guapa” - , y de una banda sonora que ya quisieran otras series que solo reciclan éxitos de Operación Triunfo, además de una valiente manera de mostrar los cuerpos, fundamentalmente masculinos, sin ese recato moralista, y en el fondo muy homófobo, que muestran la mayoría de los productos gayfriendly. En ese sentido, estoy seguro de que Una perra andaluza será del agrado de los autores del clásico Políticas anales. De la misma manera que las mujeres lesbianas, binarias o curiosas se sentirán bien reflejadas y contadas en una serie que intenta no ser falocéntrica.

En fin, un maravilloso regalo en este mes de manifestaciones que más bien son desfiles y de pancartas a las que sobran siglas de partido y connivencias con activistas estelares, y que nos recuerda que el sexo, como el amor, se mueve siempre entre el placer y el peligro. Y que en esa tensión, todos, todas y todes, imperfectos como somos, no hacemos sino malabarismos para no acabar como Virginia Woolf en el Guadalquivir. Al menos yo quisiera pensar que, además de para otras muchas cosas, Una perra andaluza puede ayudar a que muchos sujetos se sientan como Samu, uno de los protagonistas, en esa suerte de bautizo andaluz que le abre un horizonte de posibilidad. Una especie de Orlando capaz de reinventarse. Un niño raro, al fin, convertido en una perra andaluza.

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Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

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