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Octavio Salazar

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Arrogante, flipada, esquiva, cruel, desdeñosa, ingrata. Tan hermosa. Tan guarra. Los adjetivos que este jueves por la tarde se repitieron en el escenario del Teatro Góngora podrían haber tenido como destinataria a cualquier mujer, no solo a la Marcela del siglo XVII imaginada por Cervantes sino a cualquiera que todavía hoy, siglos después, osa ser libre y tener voz propia en cualquier espacio. Ahí están las redes sociales para demostrar que la misoginia continúa viva y que todavía hoy son muchos los “pastores” que perciben a las mujeres como seres a domesticar y dominar, como criaturas a las que dar caza, sobre todo si son raras y excepcionales, y exhibir como un trofeo ante la fratría.

El gran mérito de la resurrección de Marcela en clave contemporánea, resultado del trabajo armónico de tres creadoras – la dramaturga María Folguera,  la directora Leticia Dolera y la actriz Celia Freijeiro -, no es solo trazar un hilo de continuidad, casi genealógico, entre las mujeres del pasado y del presente, sino también usar claves comunicativas de ahora para ubicarnos en un mundo en el que todavía los hombres, muchos hombres, se resisten a reconocer a las mujeres como equivalentes. Tan libres y aventureras como nosotros. Vencida al fin Penélope tras siglos de luchas y también de víctimas por el camino.  Algo que Cervantes supo vislumbrar, con su agudeza de clásico por venir, en el capítulo XIV de la primera parte del Quijote. Apenas un relato breve en el que cabe, como han sabido ver las urdidoras de este espectáculo, toda una lección sobre cómo el patriarcado construyó un régimen de libertad solo a medida de la mitad masculina, valiéndose, entre otras herramientas, de una concepción del amor como una suerte de contrato capaz de legitimar la servidumbre de la amada. 

Con un montaje en el que se juega con el recurso a imágenes impactantes, a músicas de hoy que componen la banda sonora de la falsa libre elección de las mujeres, a una iluminación que a veces es sangre y otra cuarto de hospital, y todo ello en un escenario que a veces recuerda una sala de autopsias y otra un fuego en mitad del campo, Marcela corre dos riesgos que pueden jugar en su contra. El primero es la no siempre armónica fusión de tantos elementos escénicos presentes en apenas 55 minutos de duración, con transiciones que requerirían algo más de sutileza y tal vez  mayor serenidad para que el espectador pudiera disfrutar de todos y cada una de las claves con las que se nos da una lección apresurada y urgente. Algo que incluso repercute en la interpretación de Celia Freijeiro a la que no vendría más un poco más de pausa e incluso de silencios. Tanta potencia a veces hace que se diluya paradójicamente la fuerza de lo que está diciendo.

El segundo riesgo es que sea leído como un manifiesto feminista post #Metoo, pensado con la intención de adoctrinar al respetable, y en plena expansión de vindicaciones que están provocando una reacción machista en la que no desentonarían los colegas de Grisóstomo. El montaje, pese a su breve duración, camina por ese delgado hilo que está a punto de romperse a favor de esos dos peligros. Se salva por el humor que lo salpica, por el texto luminoso y poético de Cervantes, por la honestidad de quienes sostienen lo por momentos insostenible y, sobre todo, por una actriz que es capaz no solo de ponerse en la piel de Marcela sino también en la de tantas mujeres a las que se dirige con sus poderosas botas blancas y su uniforme a mitad de camino entre azafata del Un, dos, tres y asistenta de vuelo tuneada por Yolanda Domínguez. Celia Freijeiro, a la que descubrí como estupenda actriz en Una vida perfecta, donde también fue dirigida por Dolera, se toma tan en serio su papel de voz que atraviesa siglos y de herida en la que confluyen cientos, miles, millones de heridas, que vive en el escenario con ese entusiasmo y fuerza propios de una alumna aventajada que además se cree aquello que se ha currado para sacar sobresaliente.

En su cuerpo, mitad gacela mitad fiera salvaje, habitan no solo Marcela sino todas las pastoras que en el mundo han sido y, por tanto, cientos, miles, millones de ecos, que reclaman una autonomía que ella apenas si consiguió atisbar. Porque la gran lección de esta canción que es fábula, y también hoy casi clip musical que hace grietas en la manosfera, es la clara distinción que nos ofrece sobre el estatus del que siempre hemos disfrutado los hombres, con derecho por el simple hecho de serlo a elegir ser aventureros e incluso estrellarnos contra molinos de viento, y el que han padecido las mujeres, carentes de opciones entre las que elegir y, por tanto, sin auténtica autonomía si por ella entendemos nuestra capacidad de autodeterminación. Esa es, por así decirlo, la moraleja del cuento. Tan actual como la supervivencia del mito de la libre elección. Tan hiriente como las batallas que todavía hoy las mujeres han de librar para escapar del amor que las ata y de las reglas androcéntricas que condenan su hermosura no escogida.

Ante tal evidencia, las preguntas sobre la hipotética traslación a la actualidad de la historia de Marcela se responden por sí solas. Porque es cierto que todavía hoy las mujeres autónomas son vistas por muchos como flipadas, histéricas o ingratas. Como cabras, están como cabras, y solo quieren conversar con las muchachas de las aldeas. Es por ello que del capítulo XIV del Quijote a las mujeres solas que hoy andan buscando a hombres que todavía no existen hay un trayecto mucho más pequeño que el que pudiéramos imaginar. Algo que saben muy bien María, Leticia y Marcela (perdón, Celia) y así se lo contaron a un público cordobés que, pese a no llenar el teatro, aplaudió entusiasmado la propuesta.

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