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Maternidades

Elena Lázaro

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Brigitte Bardot pasó 9 meses pensando que un tumor se alimentaba de ella. Cuando parió a su primer y único hijo se lo dejó a su padre y no volvió a saber de él. El mito sexual rechazó la maternidad con la misma naturalidad con la que se atusaba la melena antes de posar para los fotógrafos. Eran los 60 y algunas mujeres andaban cerca quemando sujetadores.

Medio siglo después, Li anda preocupada con su inminente regreso al trabajo. Su bebé de apenas cuatro meses tendrá que aprender a vivir sin ella 8 horas al día. Tendrá que dejar de amamantarla, posibilidad que empieza a pesar como una losa. Se siente culpable, responsable de que su hija pierda ese vínculo casi divino que las une. Culpable de ser una mala madre, culpable de desapego, egoísta, irresponsable ¿y si su hija enfermara por alimentarse de una de esas leches maternizadas desnaturalizadas? Lo ha leído o lo ha oído en la consulta del pediatra, ahora no está segura, pero sabe que ceder a los intereses de la industria farmacéutica siendo madre es vender tu alma al diablo.

Le falta el aire ¿y si se enteran las demás? ¿y si vuelven a descubrir que no cumple a rajatabla con el catecismo de la madre moderna? No podría volver a pasar esa vergüenza. Fue suficiente cuando confesó que usaba la cuna y todas se le echaron encima argumentando a favor del co-lecho. Fue terrible.

La liga de la teta, esas defensoras del sometimiento absoluto de la madre, hubieran quemado por bruja a la Bardot y ahora la persiguen por cualquier esquina. Por eso, aunque le pese, tendrá que mentir y volver a trabajar si darles demasiadas explicaciones. Quizás en la oficina, el peso del estrés y el papeleo la liberen de la culpa; puede, incluso, que llegue a quemar su sujetador, discos de lactancia incluidos.

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