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Ifigenia en la Peregrina

Elena Lázaro

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Una semana he tardado en digerir lo que viví el sábado pasado. Siete días para metabolizar una experiencia antes de convertirla en una historia más que narrar. En realidad, el retraso ha sido premeditado. No quería escribir nada con prisa. Hay aventuras que conviene dejar reposar y no vomitarlas al instante poniéndolo todo perdido de prejuicios y lugares comunes.

Allá voy.

El sábado pasado asistí al Baile de la Peregrina de Pontevedra. Un acto con el que el Casino de la ciudad gallega celebra el inicio de las fiestas patronales –hasta aquí nada fuera de lo común- y en el que las jóvenes pontevedresas que cumplen 18 años se presentan en sociedad. Aquí la indigestión. Pero mantengamos la calma.

Me infiltré perfectamente caracterizada según las normas del protocolo: vestido largo que cubra como mínimo (sic) el tobillo, para ellas, esmoquin o uniforme de gala, para ellos. Mi modelito cumplía el mínimo con una inversión aún más ridícula que la propia norma. Dos eurazos gasté en un outlet en un vestido rojo de gasa que me daba cierto aire de cariátide, aunque sobre mi cabeza no reposara más que la duda sobre la conveniencia de haber aceptado la invitación de mi amigo L. ¿No ocultaría mi pretendida infiltración un interés real por disfrutar de una fiesta elitista, patriarcal y anacrónica? ¿Y si descubro que bajo mi fachada de progre no hay más que una pitita deseosa de viajar en yate con algún pocholo de tres al cuarto? Sudores fríos.

En realidad me convencí de que era una ocasión perfecta para sacar a la Agente Lázaro a pasear. Acudí a la fiesta con mi vestido de saldo, mi amigo con pajarita y dos amigas también debutantes. Sí, aunque, los socios del Casino de Pontevedra utilicen el término para referirse a las niñas que se presentan en sociedad esa noche, el sábado las verdaderas debutantes éramos nosotras. Vírgenes del protocolo carca que se ruboriza si ve un tobillo al aire, pero permite a las señoras lucir escotes en la espalda de una longitud incompatible con el uso de ropa interior. No exagero como acostumbro. En el Baile de la Peregrina no se puede enseñar la pantorrilla, pero sí acudir sin bragas.

El desarrollo del evento comienza con una cena a la gallega, es decir, de ésas con cuatro platos y un vino excelente. Las mesas se distribuyen por riguroso orden de reserva los días en que se ponen a la venta las invitaciones. Se prioriza a las familias de las homenajeadas y a los socios. Gana el que consigue sentarse más cerca de la pista de baile. Tuvimos suerte. Conseguimos mesa en el sorteo de vacantes a tres mesas de la pista y a diez metros de la entrada del baño. No sabe una cuándo le puede venir un apretón.

Como éramos sólo cuatro debimos compartir mesa con otros invitados. Redoble de tambores ¿Quién nos tocará? Tres matrimonios encantadores y una viuda divertidísima con un doctorado en Baile de la Peregrina, que casi nos adoptaron para explicarnos con todo lujo de detalles lo que iba sucediendo. Todos habían visto pasar a sus hijas por la experiencia y contaban maravillas. No ven en ello más que una celebración de la madurez de sus criaturas. No les chirría que sus hijos o sus sobrinos no sean presentados en sociedad ni que ellas como madres no puedan acompañar a sus hijas en el baile. Es una tradición y punto. Y no les importa pensar que el origen fuera la exhibición de personas para ser esclavizadas por otras, que aquellos bailes fueran la exposición de las mujeres jóvenes al mercado de los matrimonios. Y no les importa porque, a su juicio, ya nada es así y ninguna de las niñas exhibidas va a la fiesta a buscar marido. Y les doy la razón. Por lo que pude observar van a hacerse fotos para pintagram, que no imaginan lo fotogénico que es el escenario donde se celebra. Morritos, mordisco de pómulo y ligero giro de cabeza. Compartir. Instagram. Likes muchos likes.

La puesta en escena parece sacada de un concurso morfológico de ganado, donde el propietario pasea al ejemplar a paso lento para dejar tiempo suficiente a la observación del jurado. En este caso el recorrido lleva a las yeguas, perdón, a las niñas hasta la pista central del brazo de su padre, hermano, tío, padrino, abuelo… lo que sea, pero que termine en ‘o’. Allí saludan al presidente del Casino y esperan a las demás. Van vestidas de blanco y admito que este punto fue para mí el más inquietante. Ver a aquellas criaturas luciendo trajes de novia en grupo me recordó a los sacrificios de vírgenes de las tragedias griegas. Cuando ya están todas las ifigenias juntas suena la música y abren el baile cada cual con su Agamenón. Luego se diluyen en los ríos de fracs, vestidos por los tobillos y uniformes que siguen entrando durante toda la noche. Porque hay quien se salta el preludio de cena y paseíllo y acude directamente a la bacanal. Cuatro barras y dos pistas de baile. Una, con dj reggeatonero, que no está reñida la tradición con el perreo. De hecho casan estupendamente, viendo cómo se restriegan las criaturas de la jet pontevedresa tobillo con tobillo. La otra, con orquesta, hace sonar a los clásicos mientras las parejas que juegan ya el segundo tiempo, e incluso la prórroga, de la vida me revelan, por fin, qué hago aquí y qué era lo que había que entender de todo esto. La revelación se presentó en forma de matrimonio octogenario mientras la orquesta versioneaba a Coque Maya. El esmoquin le susurraba a la falda: “llevas años enredada en mis manos, en mi pelo, en mi cabeza…” mientras meneaba la artrosis de cadera con una soltura sólo propia de quien se pasa los prejuicios por el forro para divertirse. Porque ¿a quién le importan el debut en sociedad cuando puedes bailar toda la noche con la persona a la que amas? ¿de verdad hacen falta excusas y el sacrificio de decenas de vírgenes para celebrar una fiesta?

No.

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