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La música del azar

Luis García

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Mientras el Papa afirma categóricamente que no había ni mula ni buey en el portal de Belén y la tristeza persiste en alguna taquilla del vestuario del Real Madrid, Unicef publica un informe que produce el mismo efecto que una patada en las entrañas a este miserable comentarista: 19.000 niños mueren cada día en el mundo por causas evitables. De ellos, 6.000 lo hacen debido al hambre.

El inicio de Recuerdos, la  bergmaniana película de Woody Allen, supone una magistral muestra del peso que el azar juega en la vida, mostrando un ejemplo profundo e inolvidable. Sandy Bates (personaje interpretado por el propio Allen), ocupa una plaza en un tren de lo más lúgubre e inhóspito para la vista y para el resto de los sentidos que uno pueda imaginar: personas mayores, enfermas; rostros melancólicos, ojerosos, macilentos, patibularios; un hombre que solloza de manera incontenible (no se sabe por qué)... Y lo peor es que en otro tren, estacionado en una vía paralela, Sandy Bates observa un espectáculo completamente distinto a través de las ventanillas; risas, alegría, champán, mujeres jóvenes y hermosas... Una de ellas (nada menos que la extraordinaria Sharon Stone, en su primer papel en el cine) le lanza un beso con los labios en forma de piñón. Vemos, pero no oímos, a Sandy Bates discutir con el adusto revisor de su tren: le muestra su billete, le trata de explicar que, en realidad, con ese billete él debería estar viajando en el otro tren... todo en vano. El revisor se marcha sin hacerle caso y mientras tanto el tren festivo y afortunado arranca y se aleja para siempre. Bates trata de escapar de su tren por la puerta trasera (cerrada a cal y canto), por las ventanillas (también cerradas), tirando del timbre de alarma (que no funciona)... Todo inútil: su tren se pone también en marcha y Bates no podrá apearse de él. Nunca.

Hay mucha gente que sin merecerlo ha nacido en el tren equivocado, en una época, sociedad o familia que han hecho que la línea de partida de su existencia se encuentre retrasada. En los peores casos, torcida. Han salido en esta carrera con una desventaja, dispuesta por el arbitrio de la fortuna, que ellos apenas podrán hacer algo por enmendar y a la que muchos acabarán resignándose. Los que viajan en el otro tren, entre los que me encuentro, han tenido en cambio la suerte de cara desde el principio... sin merecerlo tampoco.

El azar contribuye así a reducir a casi risibles cenizas la visión demasiado magnífica o heroica (propia del más inútil racionalismo romántico) de que elegimos un plan de vida. La presencia ubicua del azar erosiona, mucho más de lo que estamos habituados a pensar, la importancia del ejercicio de la racionalidad en nuestro transcurso vital. A pesar de ello sería una insensatez mayúscula renunciar a esa ejercitación de la lógica y el pensamiento coherente, por modestos que sean los márgenes. No obstante el acoso a que la fortuna somete continuamente esos márgenes, es tarea nuestra ensancharlos hasta donde nuestra capacidad y voluntad nos permita.

Para terminar con esta semanal entrada, y siguiendo esta línea, me despido con otro inicio de película, el de Match Point, que obliga a pararnos ante el genio, la lucidez y la inteligencia de Woody Allen. Ése en el que la voz en off del buscavidas interpretado por Jonathan Rhys Meyers declara: aquel que dijo “Más vale tener suerte que talento”, conocía la esencia de la vida.

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