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Furia

Luis García

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Varias circunstancias, históricas unas y personales de su autor otras, confluyeron sobre Furia, primer filme norteamericano de Fritz Lang. El rodaje de esta excepcional película comenzó en noviembre de 1935 y finalizó en febrero de 1936. Menciono las fechas porque la fuerza de esas circunstancias fueron tantas y de tal manera presionaron sobre la creación del filme, que éste, después del paso de tres cuartos de siglo, conserva intacto su carácter explosivo inicial. Capítulo atípico, extraño e irrepetible de la historia del cine negro, género por aquellos entonces todavía en formación, Furia fue, y es todavía, algo más que eso. Su singularidad desborda el cerco genérico y hace de él una obra incatalogable. Es en realidad una apretada síntesis de los aspectos más oscuros del western (pues describe con minuciosidad el vidrioso asunto del linchamiento como forma de administración de justicia) y una virulenta requisitoria política que saca a la luz los mecanismos por los que, en las colectividades democráticas, brotan impulsiva y repentinamente actitudes fascistas.

Nació Furia como un impetuoso desahogo, como el estallido de un temperamento, el de Fritz Lang, que combinaba rasgos fríos con rasgos volcánicos y se convertiría en la enredada mezcolanza entre el orden del científico y el desorden del profeta. Lang llevaba dos largos años sofocando un furor interno creciente ante lo que ocurría en Alemania, su país de adopción, en Austria, su país natal, y en su raza, la judía. Y encontró en el guión de Norman Krasna que le ofreció la Metro el vehículo para que ese furor saliese de sí mismo y se objetivase. Antes que nada, Furia es un acto de liberación personal de su autor.

En 1933, cuando Hitler tomó el poder y comenzó a engrasar la apisonadora que asolaría medio planeta, Lang, pese a ser judío, era incluso para los nazis un hombre intocable. El autor de Los Nibelungos, Metrópolis y El vampiro de Düsseldorf, es decir, las cumbres vivientes de la cinematografía germana, fue llamado a su despacho por el ministro del Reich Joseph Goebbles, quien le propuso la dirección del cine alemán.

Un curioso encuentro aquel: el pequeño y astuto nazi puso un reino en manos de un gigante hebreo y éste, no menos astuto, fingió aceptarlo. Unas horas después de aquel singular idilio, en plena noche y mientras su propia mujer, Thea von Harbou, fanática nazi, dormía, Lang se deslizó de la cama y un día después estaba en París, engrosando en la momentánea libertad francesa su odio al nacionalsocialismo. Allí sobrevivió prestándose a realizar una comedieta de Ferenc Molnár al servicio de Charles Boyer, Liliom, que le traía sin cuidado. Y allí le llegó la llamada de Hollywood, la hora del desquite. No era una comedia de alcoba lo que Lang buscaba, sino un pretexto para canalizar su repulsa al fascismo. Ese pretexto fue Furia.

La película tiene una doble contemplación o, para entendernos, una doble lectura: los sucesos tal y como discurren en la pantalla y su desdoblamiento metafórico, que salta como una chispa de la mano de Lang convertida en hierro que golpea un pedernal. Una anécdota sobre una forma de violencia típicamente americana es convertida en parábola sobre la forma de violencia universal disparada por la maquinaria nazi. Un asunto de la crónica cotidiana en los estados americanos del sur y del oeste, el linchamiento, del que Lang extrajo el encadenamiento de los signos distintivos del comportamiento fascista.

El resultado es apasionante, asombroso y conmovedor, una de las películas más rotundas de los anales del cine clásico de Hollywood (sin duda alguna el mejor de la historia del séptimo arte), un filme-cumbre de un cineasta-cumbre, apoyado en un portentoso actor, que fue el médium perfecto para expresar la tremenda escalada de la interioridad de la película: Spencer Tracy, ese hombre común que experimenta una vez el horror de la violencia fascista ejercida sobre él y, para contentarla, la adopta, en un insuperable ejercicio de mutación escénica. Un actor genial para un filme genial.

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