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Cine negro (del bueno)

Luis García

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Incluso en los encargos alimenticios que todo director que se precie ha realizado, en proyectos y guiones ajenos con los que Enrique Urbizu se compromete a estampar su firma y lograr que el barco llegue a tierra en aceptables condiciones y con las mínimas bajas, este hombre siempre hace transparente que sabe narrar grandes historias con la cámara, que el cine es su elemento, su natural medio de expresión. Pero cuando puede hablar de las cosas que le interesan, cuando dispone de libertad y control creativo, ese cine lleva el sello de un arte poderoso, transmite la sensación de que puede narrar exclusivamente con imágenes las tramas más complejas, describir con verismo y matices,  personajes y conductas que, como mínimo, transmiten desasosiego y puede convencerte de que es posible que convivan en una misma persona el villano y el héroe, puede expresar y sugerir con infinito estilo y justa sobriedad infinidad de cosas sobre gente peligrosa, desgarrada, solitaria, gente que vive en el límite, en el filo de la navaja, que se mueve permanentemente en zonas de sombra aunque en algún remoto pasado conocieran la luz.

Urbizu es el autor de la espléndida La vida mancha, una película que me golpeó la primera vez que la vi y cuyo recuerdo, muchos años después, sigue conmoviéndome, un retrato profundo, desesperado, lírico, bronco y emotivo sobre el fracaso de la segunda oportunidad, la obligada y lacerante renuncia a la felicidad, la fraternidad y los dilemas morales. Esa fuerza expresiva también era evidente en la retorcida y violenta La caja 507. Y le permite retornar a un personaje (el apunte inicial fue en la inclasificable Todo por la pasta) que me fascina, el del fulano que posee placa y pistola y que desprecia las barreras entre el bien y el mal, que solo es fiel a sus propios códigos, pragmático y salvaje, corrupto y marginal, capaz de sacrificar su vida en nombre de sus obsesiones.

En No habrá paz para los malvados, Urbizu y su excelente y habitual coguionista Michel Gaztambide retornan a la geografía emocional que aman, a la  negrura sin concesiones, a la sórdida y paroxística batalla entre un profesional de caza humana y un grupo de asesinos fanatizados, a la persecución de un ambiguo cruzado contra los infieles, aunque tanto él como sus enemigos sean y actúen como modélicos hijos de puta. Santos Trinidad (está elaborado el nombre), ese macarra hierático y nihilista con pelambrera alborotada y botas de cowboy que trasiega compulsivamente ron acompañado de un dedo de Coca-Cola, que proclama sin el menor dramatismo que a él no le quiere nadie, dueño de un pasado tan legendario como tortuoso, sin presente ni futuro, cuyo único sentido vital descansa en la misión de impedir que otras implacables fieras cumplan con su depredador objetivo, es un personaje que el mejor cine negro de Huston o Hawks incluiría sin duda alguna dentro de su gloriosa familia. También aparece un buen número de de sabrosos personajes secundarios a los que el director despoja de cualquier tentación embellecedora, convenientemente realistas en su pinta y en su voz, en lo que parecen, lo que son, lo que hacen y lo que dicen. Su creador está implicado hasta el alma en que todo suene a verdad, a prohibir la menor concesión sentimental, a negarse a subrayar nada y, desde luego, a hacer juicios morales. Y posee un arte que apabulla para contarte una intriga repleta de complejidad sin necesidad de excesivos diálogos, con los gestos y con las palabras justas, manteniendo el suspense, haciendo imposible que en algún momento mires el reloj, sosteniendo sabiamente una violencia aterradora, creando esa cosa tan difícil y tan turbadora que se llama atmósfera. Y ocurre algo mágico en la sociedad artística que forman Urbizu y un actor que no me entusiasma pero que rebosa seducción cuando le ofrecen determinados papeles como es José Coronado. Ambos tienen muy claro lo que necesita el otro. Y Coronado se revela entonces como un actor admirable, con una presencia, una economía gestual y una profundidad expresiva que impresionan y que acojonan. Lo más siniestro que le ha ocurrido a este país en lo que llevamos de siglo, aquel maldito 11 de marzo, ha encontrado en Enrique Urbizu a un cronista impagable manejando una ficción basada en tantos datos pavorosamente reales.

¿De qué hablamos cuando hablamos de cine? A mi maniqueísmo simplista le resulta transparente la respuesta. De películas como No habrá paz para los malvados.

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