Caníbales
Estoy seguro de que la corrupción política nada tiene que ver con ningún planteamiento moral, ni siquiera con la laxitud de la moral de las diversas personalidades políticas. Su causa es meramente material. Un cordobés, Góngora, que debió de ser arribista y ladino, odiado por Quevedo, ese hombre genial que también debió de ser un bicho, hizo poemas perdurables sobre la verdad y la mentira como:
“Todo se vende este día
todo el dinero lo iguala
la corte vende su gala
la guerra su valentía.
Hasta la sabiduría vende la universidad. Verdad“.
Y añadía:
“Pensar que uno solo es dueño de puerta de muchas llaves.
Y afirmar que penas graves las paga un mirar risueño.
Y entender que son sueño las promesas de Marfira. Mentira“.
Escucho de políticos más vulgares, como de ese individuo de voz aflautada, imposible de creer, Montoro, tan poco cinematográfico, tan cutremente realista, pero en posesión de esa cosa al parecer tan opiácea y definitiva llamada poder, referencias cotidianas a los términos verdad y mentira para legitimarse. Y siento un asco impotente cada vez que unos y otros se justifican utilizando y manipulando esos conceptos tan complejos como son la verdad y la mentira. Malditos sean los farsantes, los posibilistas, los poderosos. Esa gente mentirosa que siempre enarbola la verdad.
La mejor ilustración cinematográfica que recuerdo de tan desbocado proceso de envilecimiento, perversión y podredumbre pública y privada entre los mandamases del chiringo lo encuentro en la historia de los tiburones que Orson Welles relata en La dama de Shanghai:
“Les voy a contar una historia. Una vez, bordeando las costas de Brasil, vi el océano tan oscurecido por la sangre que parecía negro, y el sol se ocultaba tras la línea del horizonte. Nos detuvimos en Fortaleza y varios marineros sacamos los aparejos para pescar un rato. Yo fui el primero en enganchar algo: era un tiburón. Luego apareció otro, y otro, y otro, hasta que todo el mar se llenó de tiburones y más tiburones. No se podía ver el agua. Mi tiburón se había soltado del anzuelo, y el olor, o tal vez la mancha (porque sangraba a borbotones), hizo que los otros enloquecieran; aquellos animales se devoraban entre sí; en su locura se comían unos a otros; se sentía el frenesí del asesinato, como el viento azotándole a uno en los ojos; y se olía el hedor de la muerte que emanaba del mar. Nunca había visto nada peor... ¿Y saben una cosa? Ni uno solo de los tiburones de aquel rebaño enloquecido sobrevivió. Ahora les dejo”.
Diógenes podría resucitar muchas veces en compañía de su farol y seguiría teniéndolo crudo para encontrar una persona honrada entre los que han dispuesto o disponen de poder en la cosa pública. Qué hastío, qué alergia. Y es que no dejo de pensar en aquello que escribió Borges: “Se están comiendo a los caníbales”.
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