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CRÍTICA
'La madre': Anne contra la mística de la feminidad

Aitana Sánchez-Gijçon en 'La Madre'

Octavio Salazar

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Como hombre que soy creo que nunca seré capaz, por más que haga un esforzado ejercicio de empatía, de entender lo que la maternidad supone para las mujeres. Todo lo que social y culturalmente el patriarcado ha marcado sobre sus vientres y sus manos cuidadoras, incluso las de aquellas que deciden no tener hijos. Por más que haya leído a Adrienne Rich y haya observado y escuchado atentamente a la madre de mi hijo, soy consciente de que se trata de un espacio y una vivencia que siempre me resultarán ajenas.

Me conmocionó hace unos años la lectura de los testimonios que Orna Donath recogió en su libro “Madres arrepentidas”, como ahora me interpela la contundencia con que tantas chicas jóvenes deciden no ser madres. Algo que para la mía no fue un horizonte posible. Por el contrario, para ella, como para tantas de su generación, era el mandato que daba sentido a sus vidas. Tal y como lo vive Anne, la protagonista de La madre, el inteligente y complejo texto de Florian Zeller que acabo de ver representado en el Gran Teatro de Córdoba bajo la extraordinaria dirección de Juan Carlos Fisher.

La obra de Zeller, que forma una especie de tríptico con El padre – interpretada por Anthony Hopkins en el cine y recientemente en nuestro país por José María Pou, como antes lo fue por Héctor Alterio – y con El hijo – que vimos en las pantallas con Hugh Jackman de protagonista -, pone el foco en una de esas madres que ha vivido toda su vida entregada a su familia y que se enfrenta al vacío que dejan los herederos cuando empiezan sus vidas propias.

Este punto de partida, que podría haber dado a un melodrama ramplón y con regusto a telefilm de sobremesa, adquiere una singular altura en la obra del dramaturgo francés porque su mirada es caleidoscópica y levanta las múltiples capas que hay bajo la alfombra de nuestra normalidad.

Con una estructura que nos coloca en las diversas opciones que caben en la mente y en los deseos de la protagonista, La madre opera como un bisturí que disecciona los entresijos más recónditos de una relación de pareja agotada y de una vida, la de Anne, que parece haberse escurrido como agua por un sumidero en esa trampa terrible para las mujeres que supone vivir para otros. Ese mal que en muchos casos sigue sin tener nombre y que acaba asumiendo el de la química que hace que muchas mujeres sobrevivan en medio de un infierno del que no pueden salir. Del que no encuentran escaleras por las que salir.

Con unas sugerentes escenografías e iluminación, acompañadas de un sonido que actúa casi como una bofetada oportuna en el espectador, asistimos al descubrimiento de esa profunda grieta que atraviesa el cuerpo de Anne. Una herida honda y profunda en la que no solo escuece el pus del hijo emancipado sino también, y sobre todo, el que emana del vacío más terrorífico que un ser humano puede experimentar. El que lo convierte en un ser sin brújula y a mitad de camino entre la ira de lo vivido y la ensoñación de lo deseado. Un terrible precipicio al que lleva el amor mal administrado. Ese amar demasiado de las madres que con tanta frecuencia tensionan hasta extremos insoportables la cordura y la paciencia. Las tratadas durante siglos como enfermas, histéricas y locas. En sanatorios y en hogares. Las que hoy, en muchos casos, siguen agarrando como si fuera un salvavidas el bolsillo lleno de las pastillas que les ayudan a dormir o, lo que es lo mismo, a vivir como si evitaran estar despiertas.

El complejo mecanismo que propone la obra de Zeller, que es como una especie de puzle en el que las piezas no necesariamente encajan sino que son como cajones que se abren y que se cierran, no se sostendría sin un conjunto de intérpretes capaces de sortear el riesgo del exceso y la caricatura. Julia Roch, Alex Villazan y Juan Carlos Vellido lidian con éxito con unos personajes que son como saetas que se van clavando en el pecho de la madre protagonista, a la que encarna una Aitana Sánchez-Gijón que consigue llevarnos a los huracanes que azotan su vientre y a los fuegos que la van quemando por dentro.

Como si el rojo de vestido con el que pareciera querer recuperar aquello a lo que nunca debió renunciar, en un sentido parecido al verde lorquiano de Adela, nos mostrara el fuego que le come las entrañas y que nos avisa de que no es locura la razón de su temblor. Que éste no es sino el efecto corporal de una larga temporada de negaciones y el grito sin gritar de una madre que confiesa que no debería haber tenido hijos. Que batalla por recuperar el tiempo perdido y por la tarea tal vez imposible de reescribir la historia. Un acantilado que podría haber llevado a que una actriz se desbocara por los caminos de una trágica clásica pero que la intérprete de una de las Medeas más impresionantes que yo recuerde sabe colocar en el punto justo de dolor. El que emana de una mujer sola en la que es fácil ver a tantas que, ayer como hoy, no tuvieron armas suficientes para mandar a tomar por culo la mística de la feminidad.

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