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Antonio Rodríguez Galadí: “Seguiré; espero que la guitarra no me abandone”

Antonio Rodríguez Galadí en su taller artesano de guitarras | TONI BLANCO

Juan José Fernández Palomo

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Entramos en una de las casas patio más emblemáticas de Córdoba, en la calle Marroquíes, en el entorno de Santa Marina. Es como un pequeño pueblo dentro de otro pueblo en la ciudad. Hasta parece tener una plaza como punto de encuentro tras el zaguán y unas callejuelas estrechas que se doblan sombreadas por buganvillas y con arriates alineados donde crecen plantas de incienso, aloe vera, calas diversas. Hay paredes luminosas de cal y puertas y ventanas teñidas de azul añil como estampas robadas de Chaouen o de cualquier isla griega de documental.

Acompaña nuestros pasos sobre el empedrado un gato común listado un pelín famélico. “En verano se pone muy flaco”, nos dice Antonio.

Rodríguez Galadí es un tipo tranquilo, de sonrisa afable que nos dice “no me gustan mucho las grabadoras”. Nos da igual, no llevamos. En un par de pequeñas estancias que hacen esquina en uno de los recovecos del patio tiene su taller. En penumbra y con olor a madera. Es el pequeño caos ordenado donde trabaja. Destaca una sencilla mesa junto a una ventana iluminada también por un flexo de latón. Bajo él, una cartulina en la que se dibuja el croquis de un charango, una regla de madera, un lápiz y unas gafas de aumento.

“Sí, empecé hace catorce años construyendo charangos, un instrumento típico de la música andina, de Perú y Bolivia, a la que yo soy muy aficionado”. Ése es el principio de este artesano que se considera autodidacta y que llegó a la construcción de instrumentos después de haber sido ebanista.

“Le tenía tantas ganas como respeto al asunto de construir guitarras; pero me atreví al final”. Lleva ya nueve años haciéndolo. “He tenido la percepción de que me han tomado algo así como un ´intruso´, posiblemente más los aficionados o los guitarristas que los propios guitarreros”.

Rodríguez Galadí admite que su producción es pequeña; pero que “sobrevive” de lo que él reivindica como “oficio” y como “artesanía”. Dice que no vende a tiendas y que le suele funcionar el “boca-a-oreja” que hoy también es cierta presencia en la redes sociales. Aunque, poco a poco, le gustaría dar el salto y colocar sus guitarras fuera de España.

Profesorado y alumnado del conservatorio son clientes y admite que “los guitarristas clásicos son más abiertos que los flamencos” a la hora de elegir un constructor de guitarras.

Antonio se define como un constructor “barato”; pero consideramos que no es elegante hablar aquí y ahora de dinero. Él seguirá haciendo guitarras “hasta que ellas me abandonen”. Dicho así, y viendo cómo se mueve y se expresa, podríamos vislumbrar cierta actitud zen en lo que Antonio ha decidido que ésta sea ahora su vida. No es ajeno tampoco a que el mercado fluctúa y que es sensible a cualquier crisis o movimiento, “ahora te encuentras en cualquier tienda guitarras fabricadas en China que, por trescientos euros, suenan muy bien”. Y, como ebanista que fue, afirma que, por ejemplo, “el mueble artesano ha muerto”. No sabemos discernir si esto lo dice como evidencia o ya como resignación.

De momento, Antonio, un hombre tranquilo, sigue en su rincón del patio fabricando instrumentos con tanta perseverancia como parsimonia, tan ajeno y tan cercano de la ciudad y del mundo como se puede estar en un sitio como éste.

El gato flaco sigue rondando despacio las sombras en esta mañana de julio.

https://cordopolis.es/2020/07/11/graciliano-perez-vender-una-guitarra-es-casi-tan-dificil-como-hacerla/

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