Diario del Confinamiento | Un tal Fernández
Todo empezó como comienzan estas cosas cuando eres un chaval de barrio. Te sientes fascinado por los “malotes”, los que son un poco abusones, los que son capaces de traficar con los bocadillos del recreo, los que entran en la sala de profesores, roban los exámenes y luego los venden.
Yo les caí en gracia, no sé por qué, y acabé siendo su “chico de los recados”. A mí me gustaba, había un sentido de pertenencia en todo aquello.
Crecimos –ellos más y antes que yo- y seguí haciendo recados: que si guarda esto sin que nadie lo vea, que si lleva esto al barbero y que lo esconda en la trastienda, que si quédate en esta esquina y no quites ojo de aquella ventana…
Mi primer trabajo “serio” fue desviar la atención de la policía de barrio simulando un accidente de poca monta mientras ellos desvalijaban un supermercado seis manzanas más arriba.
Todo se complicaba sin yo darme cuenta. Me creí muy cerca de la cima cuando me encargaron ser responsable de un taller donde troquelábamos matrículas y repintábamos furgonetas de reparto. Yo era el jefe de tres panolis que fumaban crack en los descansos del curro.
Pero ya sentía otro aliento en el cogote. Entendí que si los representantes de la ley hacen su trabajo es porque los que están al otro lado hacen el suyo. Desde el principio de los tiempos. No se entienden los unos sin los otros. Le llaman “sociedad”, creo.
Elegí uno de los lados. Tal vez tuvo que ver la imagen de un antiguo conocido agonizando entre vómitos en un rincón de un descampado de Queens con una jeringuilla medio vacía junto a su tobillo.
Exhalé un soplo como un vendaval de sitios y nombres y la banda fue cayendo ficha a ficha como un perfecto dominó. Sudé en el juicio más que un tuareg en una fragua.
Hoy sigo acogido al programa especial de protección de testigos del FBI. Vivo confinado en un discreto pisito de un barrio discreto a las afueras de una ciudad anodina y discreta.
El tendero, al que acudo cada cuatro días, me conoce como Fernández. Cuando voy, mantengo una distancia prudencial con los demás y suelo volver la mirada de vez en cuando.
Hay tardes en las que salgo al balcón. A ver ladrillos. Me entretiene.
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