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Honor

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José Carlos León

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Los más cándidos decían al inicio de la cuarentena que esto nos cambiaría para siempre y que saldríamos distintos y mejores. Hasta nuestro querido Gobierno, en su deseo de decirnos en todo momento qué y cómo tenemos que pensar, nos coló a todos el #salimosmasfuertes, uno de los eslogans más zafios que podían inventarse, aunque con Iván Redondo y Tezanos entre bambalinas, todo es posible. Hay que ser primos, con la que tenemos encima y la que nos espera. Ya lo dijo el gran Carlos Colón acerca de un mantra “que ofende a las víctimas y a la razón” y que “no es fruto del desprecio por la vida, sino de la estupidez”. Lo que se dice mejores, nada, así que probablemente vendría más a cuento #salimosmashijoputas.

Sí, porque la hijoputez ha vuelto a nuestras vidas después de dos meses de palmitas, Resistiré y acojone confinado. Ya vamos a los bares, hacemos cola en el Primark y hasta volvemos a chupar caracoles en los puestos, así que ya podemos volver a ser los mismos hijoputas de antes, para no perder la costumbre. Solo ha hecho falta que la cifra de muertos ya no salga en titulares, que unos y otros se aticen en el Congreso y hasta que un príncipe belga haya contagiado a unos pijos en una fiesta campera para que recuperemos nuestro viejo estilo de vida. En el momento en que podamos volver  a Fuengirola, ya todo será como antes y dejaremos atrás esta pesadilla.

Por el camino nos hemos dejado la memoria (la tenemos muy corta) y el honor, que no deja de ser la suma de cualidades que deberían tener las personas que ejercen un cargo público. El problema es que los que no los ostentamos también nos contagiamos. Rectitud, decencia, dignidad, gracia, fama, respeto… Lo curioso del honos latino es que no describe exactamente las virtudes personales, sino su glorificación pública, es decir, la cualidad que el pueblo le otorga al que se supone que es recto y decente. Por eso los honesti en Roma eran los premiados con un cargo de representación pública, porque se hacían merecedores de ello y respetados por la masa, que entendía que eran los mejores responsables que podía tener.

La pasada semana fue un canto al deshonor, a la vergüenza de una clase dirigente que amenaza con arrastrarnos al desastre y que comenzó con el ataque y el descrédito a una institución que, curiosamente, tiene como lema El Honor es mi divisa. Aquí no puedo ser objetivo, ni voy a hacer el más mínimo esfuerzo por parecerlo, porque la Guardia Civil me toca muy de cerca. Pero eso es indiferente, porque sólo desde la ignorancia, la prepotencia o la hijoputez (que todo es posible) se puede atacar a la institución más valorada del país, como el propio Grande Marlaska se encargó de recordar apenas unas horas después de meter las manos en un cuerpo que siempre está cuando hace falta… Hasta para proteger al vicepresidente de unos escraches impresentables. Ah, y cierre la puerta al salir.

Decía el poeta francés De Vigny que el honor “consiste en hacer hermoso aquello que uno está obligado a realizar”, y por eso esta frase encabeza el apartado del propio código de conducta de la Guardia Civil, donde queda claro que el honor “es un conjunto de obligaciones que, de no cumplirse, hacen que se pierda”. Pues eso.

Cuando el Instituto apenas estaba recién creado, su fundador el Duque de Ahumada dejó una anécdota para la historia en la que plantó cara al presidente Narváez, sólo un ejemplo de las virtudes que adornan a un cuerpo que ha celebrado 175 años de historia y que en las últimas décadas ha sobrevivido a la barbarie de ETA o al chorizo de Luis Roldán. Con ese contexto, Marlaska ya puede darse por derrotado. Porque de honos viene no solo honor, sino otras palabras como honra, honesto, honestidad, honrado u honorable. Traten de encajar cualquiera de ellas en el panorama político actual y ni Google tendrá cojones de encontrarlas en la misma frase. Por eso resulta aún más sangrante que en pleno estado de luto, en la peor crisis social, económica e institucional a la que nos vamos a enfrentar dos generaciones de españoles hayan tenido el valor de ultrajar a un cuerpo que lleva el honor por bandera. Supongo que con el honor pasa como con la vergüenza, que hay quien ni la conoce ni la ha conocido.

Porque a partir del honor que suponía ser representante elegido por el pueblo, en Roma se institucionalizó el Cursus Honorum, la carrera política para ascender en el escalafón público. Allí tampoco fue todo tan idílico desde el principio, porque durante la República ese ascenso era más arbitrario, basado en factores más vinculados al nepotismo que al mérito. Fue en el Imperio cuando se reguló para que los más preparados fueran los que tomaran las decisiones fundamentales y estratégicas, y así se construyó la Gran Roma. Por eso cuando el Cursus Honorum pasa fulgurantemente de cajera de supermercado a ministra es porque el sistema o el propio Estado tienen un problema.

De honos también viene honra, y el luto es un signo para honrar a los muertos. No deja de ser sangrante que en pleno luto oficial las cifras de víctimas bailen cada día, que desaparezcan 2.000 fallecidos de golpe o que los números hayan perdido todo su valor, sencillamente porque se ha perdido el interés por contarlos. No, no es lo mismo que sean 27.000 o 40.000, porque detrás del dato hay vidas, historias truncadas y dolor, mucho dolor. Por eso es indecente no honrar a los muertos con algo tan aparentemente sencillo como decir cuántos son. Quizás haya que recordar a diario sus nombres y sus relatos, quiénes fueron y a quién dejan, como en la durísima portada del New York Times que debiera recordarnos por siempre que una sociedad sin memoria es una sociedad sin honor.

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