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Ojos cerrados

HD1080p: Close-up shot of a young beautiful woman opening her made-up eye.

Antonio Agredano

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Con dieciséis años aprendí a besar con los ojos cerrados. Antes, en esos adolescentes laberintos del labio, solía dejarlos abiertos, como un pescado atentísimo en el supermercado, inmóvil entre el hielo. Lo hacía así, pienso, por asegurarme de que aquello era real, que había una chica ahí delante, apretando su boca contra la mía, con la misma urgencia y el mismo latido endemoniado. Como si el tacto fuera un engaño y la verdad sólo entrara en mí a chorros de luz a través de la mirada. Un espía del deseo.

A los dieciséis, en la Feria de Córdoba, a espaldas de la caseta del PSOE, con un vino pastoso machacando mi cerebro y trabando mis palabras, Azahara me cerró los ojos como se los cierran a los muertos. Con suavidad, deslizó mis párpados. Sin separarse de mí, sin interrumpir el torbellino de baba, condenándome a la noche de su dientes y su lengua y todo el resto.

Tras años de querer entenderlo todo, de confiar en lo que veo por encima de lo que siento, y a mis treinta y nueve, he aprendido a vivir, y no solo besar, con los ojos cerrados. Como quien quiere descifrar a lo lejos una conversación. Dejarme llevar por el pulso de las cosas. Huir de la cárcel del contorno y la profundidad. Aferrarme al silencio, a lo leve, un chasquido que a lo lejos da comienzo a la función. Las coreografías invisibles que nos rodean: la terquedad del niño que arrastra su mochila, el guiño metálico que muestra un escaparate, la bicicleta que pasa despacio, el conductor del autobús que suspira con hondura, mi propia respiración atropellada de camino al trabajo. Con la certeza de que la vida es un camino que puede recorrerse a tientas, un pasillo estrecho, algo de luz, un puñado de dolorosos obstáculos.

Vivimos en el ciclo de las complejidades y el artificio. El de las mil verdades que conducen a una única mentira. Vivimos en la patria de las patrias, en la tiranía del individuo, en la blindada elevación del yo. Ya no hay panes. Los niños nacen con una lupa enorme bajo el brazo, para mirarse con ella el ombligo cada mañana, hasta el mismísimo día de su adiós. Todos estos adultos que somos, resabiados y escandalosos, hijos de la comodidad y el mimimi. La España gataflorista, si nos la meten chillamos, si nos la sacan lloramos. Qué indefinición y qué espanto. Un quejido interminable. No hay culpables, pero aquí estamos, enfurecidos y caóticos, incómodamente insistentes, hablando de cosas todo el rato. Intentando imponer una idea recién cagada, recomendando libros con desdén, maquillando las miserias propias y restregando toallitas desmaquilladoras sobre las miserias de los demás. Ni los besos son ya refugio, porque arden los días y la prisa deja marcas en la carretera, rayones de neumático, oscuros, sobre nuestros huesos. Ese cansancio clavado en el hombro como la flecha del apache. La tristeza, como una mancha de aceite en el pantalón. La depresión, que es una rozadura perpetua de piel adentro. Y el fracaso, como la grieta que atraviesa un vaso, siempre a punto de estallar.

Cierro los ojos para ver. O sentir de aquella manera en la que sentía. El martilleo de mis propios deseos. Todos los niños sueñan con ser astronautas. Todos los astronautas sueñan con ser niños. Que esta oscuridad nos libre de las gasolineras de autoservicio, de los runners, de las voces más altas que otras. De la culpa, de los comerciales de Vodafone, de los bolígrafos que no pintan y arrastramos por hojas sucias, el surco inútil, ese garabateo transparente. Que esta oscuridad nos marque un camino, el retorno a casa, a la casa que fuimos y seremos. A esta pausa frágil. El remolino de los hijos en el salón, un whatsapp que diga ´follemos´, un bocadillo de salchichón y mantequilla. Dejar la impostura, abandonarnos en el arcén. Seguir el resto del camino andando, con los zapatos en las manos, con la sonrisa incomprensible, el entusiasmo lleno. Estrechar el mundo, acunarlo, tratar de entenderlo, como cuando intentamos construir frases con el balbuceo infantil. Cerrar los ojos para iluminar lo que habitualmente queda sombrío. El telón mundano. Esta maravillosa simpleza que dan la calma y lo tenue y los perfiles en penumbra, cubiertos de duda, incertidumbre y levedad.

Recuerdo aquel beso porque concentré todos los temores en la punta de la lengua. Y luego la inyección de sangre. Podría describir el olor de su cuello ardiendo como una telera recién sacada del horno. Recuerdo el sol silencioso y atroz, el alcohol deslizándose por mi frente, las venas de mis muñecas tamborileando. Los nervios y la esperanza. Aquí estoy, construido por el amor y el deseo. En la Feria de Córdoba, con los ojos cerrados entregado a su cuerpo como un cordero que bala en el altar. ¿Qué será de Azahara? ¿En qué hipoteca volcará su nómina? ¿De qué ciudad? ¿Qué ojos cerrará ahora?

Me gusta esta vida. No puedo compararla con otras. Me levanto temprano. Elijo el vino por las etiquetas. Observo a las personas y no siempre las entiendo, pero sé que algo las mueve. Esperando mesa en una cafetería, portando grandes paquetes en el autobús, hincando la mano en el claxon, sobreviviéndose a sí mismos, a un entorno implacable, a un jefecillo severo, a un compañero adulador, a libros que abandonan a la mitad, películas de superhéroes, altillos llenos de cajas. A las cucarachas veraniegas, a los amores rotos, a las reuniones de comunidad. A todos ellos siento, con la mirada amplia, y deseo, como Azahara hizo conmigo, cerrarles los ojos un instante. Y dejar que el cuerpo tiranice a la mente, que doblegue a la razón y seamos, por unos minutos, ligereza, erecciones y humedades, capricho y amor. Placer doméstico, recreo, carcajada extemporánea, ansia de vida. Esas cosas que el mundo nos regala, cada poco, en intermitentes y dulces cegueras cotidianas. A eso hay que aferrarse, al respiro, a la intrascendencia.

Reivindico lo pequeño. Lo diario. Lo nuestro, que nunca ha dejado de ser lo de todos. También se construye con arena. La televisión escupe intrascendencia disfrazada de posteridad. Cierro los ojos. Escucho una melodía templada y lejana. Soy yo mismo, canturreando sin oído, despreocupado, insulsamente feliz, conformado con lo poco, acostumbrado a mí mismo, no es fácil entre tanto ruido reconocer la canción. La canción de nuestra vida. Un one hit wonder. Menudo temazo.

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