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El turismo era esto

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Ángel Ramírez

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Hay cosas que solo pueden conseguirse como efectos no deseados de la acción. Uno no puede olvidar por esforzarse en ello, por el contrario mientras más lo intenta más se fija en la mente el recuerdo; uno no puede empeñarse en ser elegante, ese empeño produce inelegancia siempre. Algo de eso hay en el discurso turístico.

Hace unos días en las redes un amigo mostraba su preocupación por la proliferación de expedientes X relacionados con esta emergencia turística, como el arcángel San Rafael pegándole al vino de Montilla, el Rafalito que nos acaban de presentar y que no sé si convertir en objeto de un artículo científico o llamar a Iker Jiménez para que lo saque en Cuarto Milenio, el maniquí regando las plantas con su caña y, añado yo, el flamenquín más grande del mundo de la Corredera o Patia como compañera sentimental de cordobeses y cordobesas. Pareciera que alguien en un departamento de estudios hubiera decidido que Córdoba tiene potencial como destino friki, y todo esto forma parte de una estrategia que tiene como referencia la estética despedidadesoltero.

 

Vuelvo a los efectos no deseados. Todas estas expresiones más o menos paranormales se justifican por el turismo, objetivo por el que pareciera que la ciudad debe convertirse en una vulgata de sí misma, una copia defectuosa simplista y caricaturesca, que facilite la comunicación de nuestra identidad para un consumo rápido y para todos los gustos. A mí, y no tengo por qué pensar lo contrario de cualquier turista, me gusta mucho más la ciudad cuando intenta ser mejor, se exige a sí misma, se esfuerza por ser justa, creativa, respetuosa, que cuando se pone teatral y sainetera. Creo que la mejor estrategia turística es identificar los valores principales de la ciudad (culturales, sociales) compartirlos, retarse a sí misma, y olvidarse de los atajos. Optimista yo, pienso que la verdad y la autenticidad son un valor seguro por escaso, frente a la impostura y el amaneramiento. A ver.

Nota: En la imagen, maniquí regando flores con su caña y su lata en una cruz de la Avenida de Medina Azahara. A mi no me preguntéis.

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