Hay un silencio que existe para romperse
Nuestras élites gobernantes (y los que aspiran a gobernar) no callan nunca. Repiten una y otra vez discursos que, indistintamente, alternan el miedo y la promesa (ilusión). Alimentan, dirigen y se sirven de proyecciones estadísticas (y constantes sondeos) con las que más tarde establecen y construyen estados de opinión (la mayoría silenciosa nos ampara, dicen los unos; este país no permitirá que se continúe por este derrotero, amagan los otros). Estos estados de opinión les permiten desarrollar discursos y adoptar políticas que presumen legitimadas por el clima creado a través de proyecciones estadísticas y sondeos, alimentados y dirigidos por discursos que, indistintamente, alternan el miedo y la promesa y así... cada ciclo electoral (realmente el único ciclo de la vida que conocen y les interesa). Se mantienen fieles a la huella dejada por los antiguos poderes religiosos (todos) que eran expertos en la elaboración y difusión de este modelo de discurso: simple, repetitivo, castrante. Hoy también comparten ese modelo los modernos analistas y expertos (en todo) y gestores (de todo)... Si la ocasión lo requiere también la sociedad lo reproduce. ¡Ay!
Un ruido constante que no dice nada a pesar de los espectaculares soportes tecnológicos sobre los que circula. Discursos de muy escaso valor informativo (lo que dicen, casi todo el mundo lo sabe o se lo imagina) y carentes de verdad (se construyen sobre la mentira y la falsificación). Estos discursos están promocionados por modernas y eficaces técnicas de marketing publicitario (herederas de la antigua arquitectura del trampantojo, del solapamiento, del engaño, del fingimiento). Sin embargo gozan del reconocimiento de la mayoría social. A las gentes criadas en la indolencia y la indiferencia (en las últimas décadas) les resulta cómoda esta palabrería. Aun sabiendo de su impostura. Aun conociendo la mentira y el embuste. Aun sufriendo las consecuencias de semejante fraude (en las palabras y en los hechos)... No compromete a nada. La repetición tiene el efecto de neutralizar toda capacidad de análisis.
¿Puede el silencio convertirse en un ejercicio de resistencia? Kierkegaard sugirió que frente a la profusa comunicación de la modernidad, tan indiferente al mensaje, había que oponer una catarsis del silencio. No se trata del silencio de la muerte. No significa aceptar la omertá mafiosa, la ley del silencio. No hablo del silencio que se alimenta del miedo. Ni del silencio (y secreto) en el que se fundamentó la Shoah/Holocausto. Ni siquiera del silencio de Bartleby (el escribiente de Melville) con su rebelde preferiría no hacerlo que lo confina a la más absoluta exclusión: dejarse morir en un manicomio con el sólo nombre de el silencioso. No es ese silencio...
Hablo del un silencio que existe para romperse. Hablo del silencio radical de Job. Del silencio que Job mantiene después de la cadena de infortunios, tormentos y humillaciones a los que, injustamente, es sometido hasta romperlo con la rotunda rebeldía de exigir una explicación justa ante la miserable injusticia de la que es víctima.
Es el silencio que se rompe y suena.
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