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Los profesores de Saint-Denis

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Cristian López

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Tal y como ocurre en buena parte de las ocasiones, el título original de una película casi siempre alude de manera más exacta a lo que la propia obra quiere reflejar. En diversas ocasiones resulta difícil de traducir, por lo que termina adaptándose -a veces- de una manera un tanto variopinta, aunque no es el caso de la película que hoy desgranamos. De hecho, el gran problema de su traducción al castellano, Los profesores de Saint-Denis (2019) -que no es del todo incorrecta-, es que únicamente hace mención al 50% del espíritu de la obra, ya que, efectivamente, buena parte del protagonismo lo tienen los propios profesores, en su amplia y variada gama, desde los más implicados a los que más rehuyen del problema. Sin embargo, los mismos alumnos se reparten en la misma proporción su fuerza dentro de la narración. Por tanto, resulta más adecuado aludir al título original, que además tiene una traducción exacta (La vida escolar), del segundo largometraje de Mehdi Idir y Grand Corps Malade.

El poso argumental es posiblemente ideal -y mucho más interesante- para mostrar dentro de una escuela y establecer, tras su visionado, un debate entre profesores y alumnos sobre la infinidad de sensibilidades sociales, culturales y emocionales que transcurren durante la vida estudiantil, quizá la etapa más decisiva a la hora de generar un pensamiento crítico y productivo. Sin embargo, es innegable que la película se disfruta igualmente lejos del aula.

Así, el guion gira en gran medida a través de los ojos de Samia, que es una joven treintañera que llega a una escuela de complicada reputación en un suburbio de París para ser la supervisora. Ahí tendrá que lidiar con los problemas recurrentes de la disciplina, la realidad social que pesa sobre la escuela y el vecindario, pero también con la increíble vitalidad y humor de los estudiantes y los demás profesores. Un nuevo y estrecho -por voluntad propia- círculo de relaciones donde la marginalidad y el miedo a crecer se mezclarán provocando el choque entre dos realidades bien distintas.

De hecho, las imágenes apenas salen del colegio durante toda la trama. No obstante, cuando los directores deciden dar voz al exterior, la intención no es otra que mostrar de nuevo el conflicto -en este caso a la inversa- entre unos y otros protagonistas. La libertad de los alumnos, y su inconsciente felicidad, se contrapone al encierro (literal) que debe afrontar día tras día Samia, para la que la vida en el colegio actúa como única y principal vía de escape.

Así se va hilvanando una trama que no juega a ser una narración lineal, sino más bien una suma de pequeñas historias que van dando forma poco a poco al proceso de un curso académico. Una historia que gana enteros gracias a la autenticidad absoluta de los actores, en su mayor parte no profesionales, que dan vida a los distintos alumnos. Conocen a la perfección las inquietudes de sus personajes y son los encargados de dar sentido a las caóticas situaciones que se van sucediendo en el relato.

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