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Matar a Dios

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Cristian López

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Si algo he ido aprendiendo del continuo visionado de cine de unos años a esta parte es la necesidad -o mejor dicho, la posibilidad- de poder extraer algún elemento positivo o aprovechable de cada película, sea cual sea el resultado o la impresión a nivel global. Es algo que también ocurre en el mundo de las series, pues poco a poco mi postura se ha ido decantando por la idea de que un buen recorrido puede justificar un final agridulce. Cuestión de expectativas. Es por ello que siempre es confortable encontrarse con la virtud creativa de un guion que rebosa características relativas a la ópera prima. Y ese es el caso de Matar a Dios (2017), el primer largometraje de Albert Pintó y Caye Casas. Aquí, la subjetividad del espectador juega un papel fundamental en el transcurso de la película, a causa de la motivación generada por los cineastas, puesto que un fabuloso arranque ya condiciona todo el proceso.

Se ha hablado muchas veces del papel que juegan las primeras obras en la carrera de multitud de directores. Y es que es en ellas donde muchas veces reside una fantástica idea, amoldada durante numerosos años, que se diluye, o que no llega a explotarse todo lo debido a causa de la inexperiencia. Y el largometraje del que hoy hablamos se adentra en el ambicioso, y al mismo tiempo peligroso, bosque que supone contar con una premisa cargada de tanta promesa.

En este sentido, la narración se adentra en la vida de una familia que se prepara para celebrar la fiesta de fin de año en una casa aislada en mitad de la montaña. Es entonces, y en medio de una controversia por problemas personales, cuando reciben la visita de un extraño, inesperado y misterioso personaje, que dice ser Dios. Éste hombre amenaza con exterminar a toda la humanidad una vez llegue el amanecer, y dicha familia -peculiar en todos los extremos- ha sido designada para elegir a los dos únicos supervivientes.

Casi nada para una obra que firmaría el Buñuel más filosófico y surrealista. Pero no solo de ahí beben Pintó y Casas, pues su planteamiento se acerca también al universo cinematográfico más reciente de Álex de la Iglesia. Un grupo de personajes estrafalarios, y hasta cierto punto miserables, pero siempre muy humanos, que deben afrontar una tarea encerrados en un escenario que se va haciendo cada vez más terrorífico con el paso de los minutos.

Una precisa alegoría en la que ese denominado ser creador, interpretativo de manera excelente -con mucha mala leche- por Emilio Gavira, plantea un macabro (pero divertido para el espectador) juego a su más peculiar creación, y del que brotará la más absoluta imbecilidad humana. Una estimulante comedia negra que se hilvana con punto fino de la mano del cuarteto integrado por Eduardo Antuña, Itziar Castro, Boris Ruiz y David Pareja.

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