La inocencia
Ya desde el propio título, la debutante Lucía Alemany nos deja caer el sentimiento común sobre el que va a radicar la película. La inocencia (2019), un término que, en su tercera acepción, la RAE define como “candor, sencillez”, dos adjetivos que pueden definir a la perfección a la protagonista de la obra. Porque desde ese punto parte la mirada de una joven que atiende a su particular existencia, con todas las complejidades que ello conlleva, desde un prisma cargado de ingenuidad, y de falta total de malicia y de hipocresía. Al menos, como aspecto natural de su ser. El problema viene tras tener contacto con todo lo que la rodea, pues eso es lo que irá construyendo una personalidad que poco a poco irá variando de la candidez extrema del principio, en un viaje lleno de verdad por sus cuatro costados.
Un sentimiento similar, aunque narrado desde una edad completamente distinta, al que ofreció la realizadora Carla Simón en Verano 1993 (2017). Dos propuestas distintas en su forma, pero no tan alejadas en su fondo, pues ambas nacen de la necesidad de retratar una historia lo más honesta posible. No hay pretensión alguna en la ópera prima de Alemany, como tampoco la hubo en la de Simón, más allá de mostrar los conflictos propios de cada uno de los personajes dentro de sus circunstancias. Y, con esos ingredientes, la directora consigue estrenarse con un largometraje que va de cara. Un relato en apariencia sencillo, pero que juega a la perfección con las dificultades puramente humanas que se le plantea.
Porque el personaje de Carmen Arrufat (no olviden el nombre de esta chica) puede verse identificado con cualquiera de nosotros. Sus problemas pueden ser los nuestros. Los de una joven que de un día para otro se convierte en adulta. Sin pretenderlo, sin esperarlo, sin que nadie le haya explicado antes cómo se afronta ese paso tan delicado. Y más aún en una atmósfera como la suya. Un ambiente expuesto a las inquinas pueblerinas y al de un sentido de vida conservador. De sentirse observada en todo momento. Del qué dirán, papel que asume con absoluta realidad Laia Marull. El de una madre protectora y criada bajo determinados patrones de antaño. Pero también segura de sí misma y con la sabiduría suficiente para saber ver el mundo por sus ojos. Sin que nadie más le diga cómo hacerlo. O el de Sergi López. Ese que también puede ser el padre de cualquiera, que se adentra en su propio rol y no tiene más luces que las que aporta su absoluto artificio. El que dictan los cánones, y del que -a su juicio- únicamente puede brotar vergüenza si se ve dañado en su orgullo. Nada suena a novedad, pero todo está hecho con gusto.
Lis es una adolescente que sueña con convertirse en artista de circo y salir de su pueblo, aunque sabe que para conseguirlo tendrá que pelearlo duramente con sus padres. Es verano y Lis se pasa el día jugando en las calles con sus amigas y tonteando con su novio, unos años mayor que ella. La falta de intimidad y el chismorreo constante de los vecinos obligan a Lis a llevar esa relación en secreto para que sus padres no se enteren. Pero ese verano idílico llega a su fin y, con el inicio del otoño, su vida dará un giro hacia la necesidad de tomar decisiones que hace no mucho parecían muy lejanas.
La película, alejada de cualquier excentricidad, logra mantener la frescura de principio a fin. Todo está en las imágenes y en las palabras, que se conjugan con sobrada maestría en ese escenario rural y verbenero. El salto, a plena consciencia, del último verano de la adolescencia al otoño que trae la obligación de asumir los actos.
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