El increíble finde menguante
Hay mucho donde rascar en El increíble finde menguante (2019), el debut de Jon Mikel Caballero en el largometraje. Una película generacional que se sumerge en el universo del fantástico, para dar lugar a un fábula en la que el desempeño de su protagonista y la belleza de su fotografía se alzan como argumentos de peso para hilvanar un producto más que interesante. Y es que ahí, en el trabajo de cámara de Tânia da Fonseca, reside uno de los puntos claves de la obra, en la que Caballero demuestra constantemente sus referencias, pudiendo caer en el profundo pozo de ser una película más de bucles temporales. Nada más lejos de la realidad.
De hecho, además de la magnifica fotografía, la novedosa -al menos a mi juicio- decisión de ir estrechando los límites de la pantalla aportan un sentido extra de personalidad a una película de aparente ciencia ficción, pero que no tiene mayor alarde de efectos especiales que la tecla de pause. Y desde esa sencillez brota una historia que va creciendo al tiempo que la imagen se va haciendo cada vez más pequeña. Una sensación de claustrofobia con la que acompañamos a Iria del Río casi de principio a fin. Primero en su caótica existencia, con altas cargas de soledad social, y posteriormente en la necesidad de enmendar en apenas un fin de semana (y cada vez menos con el paso de los minutos) todos los errores cometidos en su pasado, dejando a su vez atrás un sentimiento de desasosiego total y de pérdida absoluta de la existencia.
Alba acaba de cumplir 30 años y se dispone a disfrutar de un fin de semana en una casa de turismo rural con sus amigos. Sus planes de fiesta pronto se ven frustrados cuando su desenfrenada actitud se topa con multitud de problemas de la realidad. Alba se ve entonces atrapada en un bucle temporal donde los hechos de ese fin de semana comienzan a repetirse una y otra vez. Pero algo es diferente, pues el tiempo se le va a acabando poco a poco. ¿Qué pasará cuando todo se consuma?
Un atrevido debut en el que Caballero demuestra personalidad y un conocimiento absoluto de lo que quiere contar. De hecho, la complejidad de la cinta va decreciendo a medida que avanza el metraje, a la misma vez que lo hace el tiempo del que dispone la protagonista. También el reparto, que va perdiendo peso con el transcurso de los minutos, hasta pasar a ser unos meros secundarios casi sin capacidad para dialogar. Todo el peso acaba cayendo sobre los hombros de Del Río. Hasta el propio guion, en apariencia, se va tornando en un sentido más superficial, pues la crítica social -sobre todo referida a la precariedad generacional- que reside en una de las primeras conversaciones entre los distintos personajes, se va diluyendo conforme la protagonista se hace con el foco único.
Y esto tampoco es baladí, pues es el de Alba termina siendo el único personaje realmente construido de principio a fin. Una muestra más de ese cine independiente y construido con escasos medios, que acaba dando multitud de alegrías a un espectador ávido de que le cuenten una historia sin ninguna pretensión detrás. Una obra que bebe de otras que van desde Atrapado en el tiempo (1993) hasta Olvídate de mí (2004), pero que acaba teniendo una personalidad propia en su justa a media a través del juego que propone.
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