Javier salió aquella mañana camino del trabajo sin saber que algo cambiaría en su vida. Llevaba tiempo sin ganas de nada, abatido. Eso estaba afectando a su matrimonio con María e, incluso, a la relación con sus hijos a los que adoraba, aunque llevara tiempo mirándolos con distancia.
Su sentido de la responsabilidad, ese por el que era admirado en su empresa, había empezado a diluirse. No tenía ganas de trabajar. Aquel día, a media mañana, Javier se levantó de la silla del despacho y se marchó del trabajo. Sin decir nada, sin justificarse. Sin pensarlo. Simplemente se fue.
Anduvo de un lado a otro, deambulando, hasta que llegó a casa de su madre. No supo decirle qué le pasaba, solo fue directo a la cama y se acostó. Y esa noche fue la primera que durmió abrazado a ella, temiendo que quisieran arrancarlo del mundo al que lo había traído 46 años antes.
Empezó a ser habitual que esto ocurriera. La empresa le dio una seria advertencia, Maria empezó a hablar de divorcio y los hijos dejaron de acercarse. Él solo quería estar acostado y dormir. Empezó el doloroso peregrinaje médico por consultas de distintas especialidades y nunca un diagnóstico concluyente. Así estaba cuando debió comparecer en el juicio del divorcio que le había planteado Maria. El comportamiento errático, nervioso, con espasmos y constantes interrupciones sin sentido al juez le jugó una mala pasada y también el abogado, que le aconsejó aceptar todo lo que le pedían. Adiós a casa, hijos y dinero.
Javier, de baja médica, se instaló de manera definitiva en casa de su madre. Cuando salía a la calle mantenía conversaciones incoherentes y actuaba de forma absurda y hasta deshinibida. Entraba en todos los bares, pedía agua y visitaba luego los aseos. Dormía abrazado a la madre y se pasaba las noches cantando y dando palmas. La cama se convirtió en su lugar del mundo. Dejó de comer, de asearse y hasta de hablar, y llegó a ponerse los pañales de su octogenaria madre para no tener que levantarse ni a orinar.
Cuando llegó el diagnóstico definitivo, una “demencia frontotemporal” de curso progresivo, Javier tenía un grave deterioro cognitivo y tics imposibles, como tocarse la cara continuamente o emitir sonidos guturales. Solo repetía frases cortas, siempre inquieto e impaciente y no era capaz de mantener ninguna conversación. Ahora ni puede hacer por sí mismo las cosas más simples de su vida.
He ido con Javier al juzgado para que el juez determine qué medidas de apoyo necesita en el ejercicio diario de su capacidad jurídica. Todas. Mientras informaba a su señoría, empecé a sentir algo extraño. Era como si me oyera a mí misma desde otro plano diferente. “Tienes la suerte de poder pasear -me decía esa voz-, de ducharte sola y de sentir el agua en tu piel, de comer lo que te apetece, de vestirte sin ayuda y, además, de elegir -con más o menos acierto- tu ropa. Te levantas de la cama sin que tiren de ti, sabes qué pastilla debes tomar en cada momento y conoces el importe exacto que hay en tu cuenta”. La voz ni siquiera me hablaba de cosas extraordinarias. Y entonces lo escuché “… y no olvides que mañana, sin motivo, ni razón, tu puedes ser Javier”.
No dejen de hacer lo que algún día, tal vez, no puedan volver a hacer. Puta -y maravillosa- vida. Ni McClane se salvó.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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