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Pepe Escalante, nacido para triunfar en el Córdoba

Paco Merino

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“Gareth Bale ha nacido para jugar en el Real Madrid”, dijo Florentino Pérez en la presentación del galés. Contó lo mismo en su día de Zidane o de Beckham. De Cristiano Ronaldo no le hizo falta comentar nada; ya lo dijo de sí mismo la superestrella portuguesa. También en Barcelona se abonan a esta teoría del determinismo futbolístico a propósito de Neymar. Todos nacieron para jugar precisamente allí. Los aficionados escuchan con orgullo esa gran mentira y se esfuerzan por creérsela porque suena bien. Luego comprueban que su ídolo tiene fecha de caducidad, que se marcha a otro lugar y funciona del mismo modo: marca goles y se da besos en el escudo. En otro escudo. Un profesional nace para trabajar donde encuentre mejores condiciones para hacerlo. Sólo unos pocos lo hacen en un solo sitio, ya sea por un concepto de fidelidad que ya no se estila o porque, simplemente, sus cualidades sólo brillan en una circunstancia y lugar muy concretos. Esos sí que nacieron para estar en un club. Como Escalante.

Su historia con el Córdoba es conmovedora. Ascendió al equipo dos veces a Segunda como entrenador. Como jugador estuvo en el último ascenso a Primera y padeció el descenso del 72, ése acontecimiento recurrente para explicar con toda crudeza la realidad del club blanquiverde: más de cuarenta años sin jugar con los mejores. Escalante soñó un día con eso. Cuando sacó al club de la Segunda B, su contrato contemplaba una suculenta prima por un hipotético salto a Primera. No pudo ser. En 2007 dirigió su último partido con el Córdoba. Su último partido en un banquillo. No volvió a coger la pizarra. Escalante se sienta ahora en la grada y los aficionados le señalan con admiración. No faltan seguidores que fantasean con un regreso a la dirección blanquiverde de un nombre controvertido y legendario, una presencia imprescindible para entender qué es el Córdoba CF.

La imagen final de Escalante como cordobesista en activo -ahora lo es de otra manera- resultó impactante. El de Ciudad Jardín enfiló el túnel de vestuarios de El Arcángel, su casa, con el gesto compungido, ajeno a la fiesta desaforada en un graderío que disfrutaba de uno de los encuentros más memorables de la historia del club: el Córdoba-Huesca de la eliminatoria de ascenso a Segunda en 2007. Los blanquiverdes, con goles de Pierini y Guzmán, abrían la puerta a una nueva era. El técnico cerraba otra. Sabía que era la última vez que dirigía a su equipo en ese escenario, donde 17.000 personas vivían una experiencia casi mística. Acabó su tarea en El Alcoraz y todo terminó. Desde aquel día, José Tomás Escalante Bermejo (Córdoba, 1950) no ha vuelto a sentarse en un banquillo.

Podría haberse dedicado a poner en solfa a ciertos personajes que se emplearon a fondo, alardeando de su inquina con especial crueldad, en la vomitiva tarea de vituperarle de modo sistemático. Fue en su día el muñeco del pimpampún preferido por ciertos tipos que, con el tiempo, acabaron llorando abrazados a él porque había conseguido sacar al Córdoba del infierno de la Segunda B. Y no una vez, sino dos. La segunda de ellas, como el Cid. Escalante ganó su última batalla después de muerto. En El Alcoraz conquistó la gloria habiendo sido destituido semanas antes. El general había sido fusilado por sus propios soldados, en un motín que quedó sepultado por el éxito deportivo. Si éste no hubiese llegado, sabe Dios qué hubiera pasado en este Córdoba que con tanto desdén trata a menudo a sus hombres más relevantes.

Escalante es historia viva, el entrenador que más partidos ha dirigido al equipo en sus 55 años de historia, con dos ascensos a Segunda como entrenador y otro a Primera como futbolista, con las mejores rachas de jornadas invicto de todos los tiempos. En uno de cada cuatro partidos jugados por el club blanquiverde en más de medio siglo, Escalante estuvo presente ya fuera en el césped o en el banquillo.

Tenía 18 años cuando Kubala le hizo debutar con el equipo en Primera División. Fue en el Manzanares, ante el Atlético. Como futbolista cuajó una apreciable carrera, siendo insustituible en el Córdoba durante siete ampañas -fue pieza clave en la 70-71, la del último ascenso a Primera- hasta que fue malvendido al Betis por una cantidad irrisoria y una cesión irrelevante. En Heliópolis compartió caseta con mitos como Cardeñosa o Rogelio. Sólo jugó dos partidos. En el último le tocó salir sustituyendo precisamente al zurdo de Coria, que acuñó el célebre “correr es de cobardes” cuando un entrenador le suplicaba desde la banda que se moviera un poco más. A Rogelio nunca le hizo falta correr. A Pepe Escalante sí, aunque lo suyo, como el bético de la pierna de caoba, era fundamentalmente tocar y mandar.

Escalante ingresó en el gremio de los entenadores a la vieja usanza, adiestrando a los juveniles y amateurs del Córdoba en las inolvidables matinales de El Arcángel. También rescató el orgullo del Puente Genil en Primera Regional, ascendió al Séneca a la Liga Nacional Juvenil y rompió moldes con el Pozoblanco en la Regional Preferente. Su vida dio un vuelco cuando Pepe Santiago Murillo, presidente de la Federación Cordobesa y de una gestora que pugnaba por evitar el hundimiento de un club arruinado a finales de los 90, lo llamó para que se hiciera cargo de un equipo que, sin apenas perspectivas deportivas y la tesorería temblando, era sistemáticamente rechazado por todos. Escalante llegó para jugársela a cara descubierta, sin nada que perder. Apenas nueve meses después, las calles de Córdoba eran ocupadas por riadas de gente enloquecida: el Córdoba, 17 años después, había vuelto a Segunda.

En la categoría de plata lo dejó Escalante, a quien pusieron en la calle porque no daba el perfil. Como cuando a Del Bosque le dieron la patada en el Madrid para sustituirle por tipos como Carlos Queiroz o Wanderley Luxemburgo. Por El Arcángel pasaron todo tipo de profesionales hasta que el equipo acabó despeñándose de nuevo a la Segunda B. Otra vez en el infierno. Otra vez en la ruina. Rozando el descenso a Tercera, con el vecino Villanueva por encima, el club blanquiverde experimentaba una vergonzosa sensación de fracaso. Era, claro, el momento de llamar otra vez a Escalante. Que dijo sí.

Con 57 años, se despidió en Huesca dejando al Córdoba en Segunda. No es un cualquiera, desde luego. Se le suele ver por su barrio, Ciudad Jardín, o por el centro de la ciudad, casi siempre con un escudo del Córdoba en la solapa que resulta innecesario porque él mismo es un emblema andante. Dicen sus detractores que es un entrenador de un solo equipo, que sus métodos no funcionan a poco que se aleje de la ribera del Guadalquivir. Un argumento matizable. En cualquier caso, para el cordobesismo ha sido una bendición. Ha sido de los poquitos que ha descolgado el teléfono al recibir la llamada de auxilio en épocas de penuria, cuando otros habían dejado un equipo destrozado, una tesorería esquilmada o ambas cosas. Han transcurrido casi siete años desde aquel día en el que el Córdoba se reenganchó a la vida en Huesca, una ciudad ligada para siempre a la historia del club blanquiverde. El fútbol, al final, se construye con los recuerdos. Y Escalante ha propiciado al cordobesismo algunos de los mejores de las últimas décadas.

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