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Javi Moreno o el arte de marcar goles con y sin balón

Paco Merino

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“No puse a nadie una pistola en el pecho para firmar”, confesó Javi Moreno, con la perspectiva del tiempo, a propósito de aquel fabuloso contrato que le puso sobre la mesa el Córdoba CF para que liderara, con sus goles y su carisma, un proyecto de regeneración deportiva que iba mucho más allá de los resultados. La entidad blanquiverde, machacada por una ruina importante y un descrédito monumental, acababa de desplomarse a Segunda B después del curso 2004-05. Celebraba el cincuentenario de su fundación y había construido un plantel rutilante, con nombres de postín (Larrainzar, Cáceres, Bilic...) para pelear por algo que llevaba muchos años sin hacer. Varios decenios. Aspirar a ascender. Y claro, entre la falta de costumbre y la multiplicación de los vicios acostumbrados, lo que le salió fue un récord: el peor comienzo de temporada de todos los tiempos. Consiguió 7 de los primeros 54 puntos, se colocó como colista y cambió a toda la plantilla en el mercado invernal. Descendió en la penúltima jornada, al caer en El Arcángel por 3-4 ante el Valladolid, ante quince mil espectadores que le aplaudieron con lágrimas en los ojos por lo que se entendía -y, verdaderamente, así fue- como uno de los mayores despliegues de orgullo y determinación que jamás haya demostrado un club por escapar de un descenso. Pero todo se hundió. El personal cogió mayoritariamente la puerta de salida y sólo aguantaron en el carro unos pocos.

“Nos quedamos por ti”, decía el emotivo cartel de promoción de la campaña de abonados. Entre esos héroes que iban a pugnar sobre el lodo de la Segunda B estaba un tal Pablo Villa. Pero hacía falta algo más. Un líder, una cara conocida, un hombre capaz de arrastrar al resto en una aventura imposible, un tipo que fuera capaz de transmitir ilusión en medio de un campo de minas... Y llamaron a Javi Moreno. Juan Carlos Rodríguez, que le había llevado al Alavés -con el que jugó una mítica final de la Copa de la UEFA frente al Liverpool, con derrota por 5-4-, había sido el último de los inquilinos del banquillo (tras Esteban Vigo, Roberto Fernández y Crispi) en la aciaga campaña blanquiverde y a él le confiaron los dueños del club la construcción del grupo que debía recuperar el sitio. Rodríguez conocía bien a Javi. No se sorprendió cuando el delantero le respondió que sí, que de acuerdo. El dinero fue un buen aliciente, para qué engañarnos -se cuenta que cien millones de las antiguas pesetas-, pero resultaba ciertamente sorprendente que un jugador de 30 años, que acababa de ganar el primer (y único) título en su carrera (una Supercopa de España con el Zaragoza), entendiera que era una buena decisión dejar la Primera División para enrolarse en un Córdoba cuyo desafío era tan complejo como poco glamouroso. Tenía que salir triunfante después de un calendario que deparaba un primer choque significativo: Córdoba-Villanueva.

Pues ahí mismo se metió Javi Moreno. Muchos no acabaron de entenderlo. Más aún cuando el futbolista ya conocía el paño. Estuvo en el vestuario de El Arcángel durante media temporada en el curso 96-97, también en Segunda B, en tiempos de delirios de grandeza que eran sofocados a golpes de bofetadas de realidad durante la época de Rafael Gómez en la presidencia. El joven Javi Moreno, que llegó desde las categorías inferiores del Barcelona, no marcó ni un solo gol y se marchó sin dejar apenas huella al Yeclano. Allí empezó a cambiarle la vida. Cuando retornó a Córdoba, aquel chaval alocado seguía manteniendo las señas de su carácter pero, además, presentaba un expediente deportivo envidiable: había llegado a ser internacional con España, a disputar partidos memorables en Europa y a sembrar el terror en los campos de Primera División con las camisetas del Alavés, el Zaragoza o el Atlético de Madrid. También pasó por el Milán, donde elevó las cifras de su cuenta corriente y su imagen como hombre de área, rematador implacable e impredecible, generador de ilusión en vestuarios alicaídos, hedonista vocacional y abogado de causas perdidas.

Vino para subir con el Córdoba. Le costó dos temporadas, 41 goles, una lesión, alguna visita a una clínica italiana en la que le ayudaban a pelear contra el sobrepeso, un buen puñado de críticas y las encendidas alabanzas de una corte de seguidores que le veneraban como a un santo. Javi Moreno, con una bufanda blanquiverde atada a la cabeza y una bengala en la mano, subió al caballo de las Tendillas gritando como un poseso ante una multitud de miles de seguidores apiñados en la plaza cordobesa. Sí. El Córdoba logró finalmente el ascenso. Y Javi Moreno sintió ese intenso placer que produce el saber que se ha saldado una deuda sentimental con una ciudad, con un equipo y, principalmente, consigo mismo.

Javier Moreno Valera (Silla, Valencia, 1974) figura como uno de esos jugadores ilustres que, por casualidades del destino, terminaron pasando por el Córdoba en la fase crepuscular de sus carreras. A algunos les salió bien, como a Roberto Fernández (ex Valencia y Barcelona, internacional y estandarte del Córdoba de primeros de siglo como capitán con casi 40 años), y otros dejaron un poso vergonzante, como Oleg Salenko, máximo goleador del Mundial de Estados Unidos 94 y juguete roto con la blanquiverde en esos mismos años. A Javi Moreno no le olvidan en ninguno de los lugares en donde estuvo. Ni por lo que hacía en el campo ni por sus correrías fuera de él. Igual que no se escondía en el área, donde era capaz de lanzarse en plancha para rematar una bombona que le cayera del cielo, tampoco ocultaba su faceta de amante de la diversión mundana y fácil pagador de alegrías ajenas. Un tipo gracioso y desprendido. Un imán para la fiesta. Nada que no se le perdonara siempre que justificara el sueldo con goles sobre el campo. Y siempre lo hizo.

Con sus dianas subió a Primera al Numancia y al Alavés, que con él como fijo en el once de Mané llegó a su tope histórico disputando una final de la UEFA que algunos califican como uno de los mejores partidos de todos los tiempos. De Mendizorroza saltó a San Siro, donde disfrutó de un año en el Milán (9 goles en 28 partidos) antes de volver a España para enrolarse en el Atlético de Madrid. Luego cató la Premier (un periplo gris con el Bolton Wanderers) antes de regresar a España para despachar una campaña notable en el Zaragoza, donde conquistó la Supercopa de España. Un itinerario interesante y lucrativo para un delantero que siempre había presentado un buen balance de goles marcados en todos sus equipos. Sólo una vez en su carrera cerró una temporada sin hacer gol. Fue en el Córdoba, el mismo equipo que le llamó para que le ayudara a salir del abismo.

Javi hizo su trabajo. Llegó pasado de kilos y recibió patadas de todos los colores en cada campo que visitó con la blanquiverde. Aparecía para los adversarios como una pieza de caza mayor. Sacarle de quicio era una tarea prioritaria para todos los rivales. En la primera temporada, la aventura quedó inconclusa. El equipo, que superó la franja del ridículo flirteando con los puestos de descenso a Tercera, acabó -tras la llegada de Pepe Escalante en sustitución de Quique Hernández- luchando hasta la penúltima jornada por disputar el play off. En la segunda, con un grupo retocado con futbolistas emergentes (Arteaga, Asen, Guzmán, Javi Flores...), Javi Moreno se convirtió en la referencia. Con goles decisivos, puso al equipo en disposición de acometer las eliminatorias de ascenso. Él no pudo jugarlas. Se lesionó antes. Sin embargo, siguió actuando fuera del campo. El club nunca terminará de agradecerle esos servicios, fuera de menú, que contribuyeron, una tarde en Almendralejo, a situar al Córdoba en la rampa de salida del infierno. Luego llegó lo de Pontevedra, la invasión del Alcoraz en Huesca y la fiesta en Las Tendillas. Con Javi Moreno en lo más alto, gritando al viento su alegría por haber resuelto una deuda pendiente. Lo que sucedió después de aquel día ya es un epílogo. Terminó su etapa en el Córdoba y agotó sus últimos días en dos destinos menores: el Ibiza y el Lucena. Con el equipo aracelitano marcó su último gol. Fue en Marbella. Un lugar ideal para cerrar el ciclo.

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