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Sobre este blog

Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

Adiós besos, adiós

Adiós besos, adiós

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Cuando desde la tertulia de Las Frescas, una habitación propia estuvimos haciendo un listado de prácticas frescas que deseábamos proponer —una relación de conductas que queríamos llevar a cabo con frescura y desparpajo con el fin de cambiar hechos y situaciones sociales habituales que nos fastidian— la primera que me vino a la cabeza era la necesidad urgente de oponernos a los besos que, sí o sí, recibimos las mujeres de estas latitudes en cuanto los ellos nos saludan, incluso si es la primera vez que nos ven y desconocen por completo nuestras filias y fobias. Sendos besos, muac, muac, sudores húmedos incorporados, un trajín de bacterias, virus y olores, amén del picotazo de la barba. Aydiós, lo que hemos sufrido.

Esta extraña conducta social la hemos tenido que soportar las mujeres, por el solo hecho de serlo y, por lo tanto, como supuestas merecedoras de cercanía, intimidad y proximidad, sin haberlas pedido. Una muestra patriarcal de aparente caballerosidad que mujeres y hombres hemos perpetuado a través de los siglos, sin habernos parado a reflexionar ni un minuto sobre su conveniencia y significado y, desde luego, sin tener en cuenta que en ella no se respetan ni tienen en consideración nuestros deseos y la distancia de seguridad que todas las personas merecemos. Es cierto que muchas mujeres consideran que es una forma agradable de relación, aunque también otras muchas la viven como una aproximación no autorizada. Ellos, en cambio, en su vida de relación liquidan el asunto con un apretón de manos, unas palmaditas cofrades en la espalda y unas palabritas de masculinidad cómplice. Todo lo necesario para reafirmar la hombría que, curiosamente, se torna deferente y caballerosa cuando se trata de saludar al sexo femenino.

Sería de agradecer que esta fuera una de las costumbres de las que la pandemia nos librara. Por el momento, la mascarilla y las normas de distancia interpersonal han venido a darnos una tregua, por lo que parece que el estampado facial está pasando a mejor vida. Hasta que poco a poco, beso aquí beso allá, consiga ir ganando terreno en las mejillas femeninas y volvamos a las mismas.

Antes de todo esto había iniciado yo una campaña en mi interior en la que trataba de encontrar el camino para librarme de los sendos. Me sirvió de gran iluminación la conducta de un conocido, alemán de pura cepa, que se acercó a saludar a mi compañero y a mí extendiendo la mano desde lejos, de manera que no cupiera la tentación del beso. Voilà, me dije, este será mi proceder. Pensado y puesto en práctica. Todavía recuerdo la cara de sorpresa de quien recibió mi primera sesión de mano extendida desde una distancia suficiente para que le diera tiempo a darse cuenta de qué es lo que yo esperaba que hiciera —o mejor dicho, que no hiciera—. Aunque tengo que reconocer que, terminada la sesión, el desconocido —que ya se consideraba conocido— acabó por endiñarme sendos besos. 

En los últimos meses he comprobado con alegría que diversos medios de comunicación y sobre todo en las redes sociales muchas voces femeninas se han hecho eco de este deseo. Son numerosos los hilos de Twiter que reclaman que los dos besos estampados en nuestras mejillas por desconocidos pasen a la historia y que, digo yo, de paso sean considerados una falta de respeto a la distancia y el espacio personal seguros que las mujeres tenemos derecho a disfrutar.

En un par de besos nos despachan 80 millones de bacterias. No digo más.

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Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

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