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OPINIÓN

Si esto es un hombre normal

Imagen de archivo de Giséle Pelicot llegando al juicio en el que fueron condenados sus violadores. EFE/ Edgar Sapiña Manchado

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Un lugar común en los pasillos de los juzgados de guardia, donde habitualmente se dirimen los asuntos que suelen afectar a los más desfavorecidos por la lotería genética y social a la que todos hemos apostado —aun sin saberlo ni quererlo— desde el primer momento de nuestra existencia, es la asunción de que el derecho penal casi nunca es suficiente —en ocasiones ni si quiera idóneo— para resolver conflictos, muchos de los cuales suelen germinar o arraigar en dinámicas o estructuras sociales, políticas, económicas o culturales que quedan extramuros del tribunal y que, por tanto y en principio, ninguna sentencia puede, por sí misma, modificar.

No obstante lo dicho, eso no significa que un juicio no pueda convertirse en un buen escenario a partir del cual tratar de comprender los males que nos aquejan, y ello toda vez que el proceso judicial —al menos en teoría— debe representar para el acusado una legítima e innegociable oportunidad para ofrecer sus razones, dialogar con la acusación o ser escuchado, generando así la posibilidad, si quiera imaginaria, de colocarnos en su lugar y preguntarnos qué habríamos hecho nosotros de haber estado calzando sus zapatos. En este sentido, es muy conocida la extraordinaria tarea que Hannah Arendt llevó a cabo en su obra Eichmann en Jerusalén publicada tras el seguimiento —con un punto de vista más filosófico que periodístico o jurídico— que hizo la pensadora alemana del juicio que, en 1961, se celebró en la capital de Israel contra el teniente coronel nazi Adolf Eichmann, el “arquitecto de la solución final”. En ese libro, en el que como es sabido Arendt acuñaría su célebre concepto de la “banalidad del mal”, se utilizaría el juicio como método y premisa para la reflexión filosófica.

Pues bien, tomando como referente la obra de Arendt y emparentado con los magníficos El adversario o V13 de Emmanuel Carrère, la filósofa francesa Manon Garcia acaba de publicar un excelente, inquietante y desgarrador libro que sigue los pasos —eso sí, desde una postura reconocidamente feminista en su enfoque, sin duda uno de los principales valores del texto— del conocido como “Juicio Pelicot”, en el que el acusado principal, Dominique, drogó a su esposa Gisèle durante años para así poder violarla repetidamente junto a otros cincuenta condenados.

Uno de los aspectos más relevantes del libro de Garcia —en el que, entre otros extremos, se analizan cuidadosamente las diferencias entre el “consentimiento civil”, propio de las transacciones económicas y asociado al principio de que hay que respetar la palabra dada; y el “consentimiento penal”, que opera, en el marco de las relaciones sexuales, como una suerte de interruptor que puede ser accionado libremente en cualquier instante, y que no genera ningún tipo de obligación ni vinculación con los actos previos— pasa porque, como concluye la pensadora francesa, una vez dictada por el tribunal de Aviñón la correspondiente sentencia, ni el juicio ni la condena ofrecerían una respuesta suficiente a la ineludible pregunta de cómo es posible que un hombre —un hombre normal, como lo fue Eichmann— sea capaz de realizar conductas tan abyectas y despreciables sin ni siquiera mostrar genuino o sincero arrepentimiento una vez sentado en el banquillo de los acusados. Del mismo modo, la resolución judicial tampoco ofrecería ninguna medida útil que contribuya a evitar nuevas violaciones, presentándose como un instrumento insuficiente, cuando no sencillamente inútil, para plantarle cara a la “cultura de la violación”, última y más grave representación de la posición de sumisión a la que la mujer deviene —porque no nace sumisa, como se ha encargado igualmente de poner de manifiesto Garcia en el más conocido de sus libros— precisamente como consecuencia de la aparentemente inocua o incluso simuladamente neutra configuración de los andamiajes sociales y culturales que articulan nuestro día a día.

En resumen, el proceso judicial, que nos vale para condenar a un acusado, si así lo merece, no nos sirve para erradicar la cultura de la violación, como tampoco se estima suficiente para desarmar el sistema patriarcal o para borrar de una vez por todas la sumisión femenina. Es más —argumenta Garcia— ni siquiera deberíamos caer en la trampa de exagerar la eventual función pedagógica o educativa que pueda tener el derecho penal o la publicidad de los procesos judiciales más mediáticos, principalmente porque fiarlo todo a las hipotéticas virtudes que llegue a albergar una sentencia —que, por otro lado, se limita a aplicar, con mayor o menor acierto, la ley pero que no realiza ninguna tarea de reflexión crítica sobre la realidad social en la que se enmarcan su veredictos— puede utilizarse, en no pocas ocasiones, como pretexto para dejar de lado otras políticas públicas más ambiciosas. ¡

Vivir con los hombres. Reflexiones sobre el juicio Pelicot, que así se llama el libro de Manon Garcia, concluye con la exhortación a los hombres para que quieran un poco, (sólo un poco, subraya la autora) a las mujeres, para que así ellas puedan seguir queriéndolos. Sin embargo, si lo que se puso de manifiesto en el juicio celebrado en Aviñón y en el que desfilaron cincuenta y un acusados que sólo tenían en común un rasgo, su condición masculina, es que un hombre normal haría lo que ellos hicieron simplemente si se le presentara la ocasión para hacerlo, entonces, ni las mujeres ni los demás hombres podemos ni debemos convivir con esos hombres tan normales demasiados normales.

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